Amenaza la primavera con dejar elecciones

Es el partido, idiota; el país es lo de menos

Jesús Perea

Allá por la década de 1830, Washington Irving, célebre escritor norteamericano mundialmente conocido por sus Cuentos de la Alhambra, fue nombrado embajador de los Estados Unidos en el ya por entonces decididamente decadente Reino de España, una vieja nación privada ya de imperio y entregada a su condición de potencia periférica y marginal de los asuntos europeos.

Cuenta Irving que, al ir a presentar las cartas credenciales, atravesó las frías estancias del palacio en el que eventualmente se reunía el Consejo de ministros sin que nadie saliera a su encuentro. Ni un edecán, ni un mayordomo, ni un alto funcionario, ni una pizca de formalismo, solemnidad o boato. Por sí mismo, el diplomático fue abriendo estancias hasta dar con el Presidente del Consejo de Ministros, Francisco Javier Isturiz, un viejo liberal, veterano de las Cortes de Cádiz -a cuya memoria dedica la Wikipedia hoy más o menos el mismo espacio que a John Cobra- que se afanaba con dedicación amanuense, detrás de una pila de legajos y papeles.

En ello creyó ver Irving la imagen de la decadencia de un país que se cuarteaba en guerras civiles y cuitas dinásticas, al tiempo que las grandes capitales europeas empezaban a florecer al calor de una Revolución Industrial que pasaba de largo en aquel páramo semidesértico sobrepoblado de curas, monjas y conventos. Un país con un estado tan debilitado como los símbolos de su presunto poder.

De vuelta al presente, cualquier Washington Irving de turno podría acreditar parecida reflexión en un hipotético camino de vuelta al pequeño Madrid del poder, que diría Javier Cercas. Un Madrid en el que, sumergido en su proverbial tancredismo, un presidente en funciones se afana en ganar tiempo para repetir como cartel electoral, visto el bloqueo mutuo de todos los contendientes, siempre tan afanosos a la hora de trazar líneas rojas.

Van para cuatro los meses transcurridos desde el fallido parto del 20 de diciembre, que trajo al mundo una criatura amorfa en forma de legislatura provisional repleta de gestos, poses, fotos, exageraciones y sobreactuación política, como mandan los cánones en que se han adiestrado los nuevos oráculos duchos en la retórica verdulera de los platós televisivos. Pasó el otoño, se fue el invierno y amenaza la primavera temprana con dejar en herencia unas nuevas elecciones que enmienden a los españoles de sí mismos, por no haber sido lo suficientemente idiotas con su voto a la primera.

El calendario no lo marcan los intereses del país, ¡faltaría más! Sino más bien las cuitas internas de los partidos, abstraídos en el navajeo silencioso en el que se cruzan las hojas, destellantes a la luz de la luna de las conspiraciones, los contadores de censos y los medidores de fuerzas propias y ajenas.

Algunos entre lágrimas y temblores, como el eterno delfín Feijoo, proclaman su renovada candidatura a las autonómicas gallegas, con el pesar mal disimulado de quien se sabe condenado a ser virrey en Invernalia -Galicia- en lugar de fundar una dinastía propia en Desembarco del Rey, designio al que estuvo llamado en estos meses de parálisis por susurradores, hartos del hombre que veía amanecer desde la Moncloa con el Marca en la mano.

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Otros -otras- ajustan fechas de congresos y congresillos, de comités y consejos en los que se doctoraron cum laude en la ‘Universidad de la Fontanería’. Ya podrá el bueno de Máximo Diaz Cano ponerle tarea a la reina del sur, con un catálogo de lecturas acordes al perfil intelectual que se le exige a un aspirante a heredar el trono del soldado Sánchez que, al final, la querencia de la lideresa será la de afanarse en los clásicos de toda la vida, los que se aprenden en las Juventudes, con vetos, silencios, alianzas y tramas de cuarto oscuro.

¿Quién necesita a Gramsci, teniendo una mesa camilla, un brasero y un matón a diestra o siniestra experto en las lides de la política real?

Bono solía decir que al final, lo que cuenta, lo que importa, era quién escribía en el BOE, o en el Diario de la Comunidad Autónoma, estampando con su firma un decreto de gobierno. Y no le faltaba razón. Pero tan importante, o más, que firmar resoluciones, muchas de ellas de mero trámite -como nos recuerda este interregno sin gobierno en el que el país no se paró, ni los trenes dejaron de funcionar- es consolidar el territorio orgánico de cada cual.

La Constitución nos recuerda que la soberanía reside en el pueblo, y que de él emanan los poderes del estado. Lo que no nos dice, es que el ejercicio de la soberanía se conquista dominando los resortes apropiados, porque aunque es importante no tirar el carro por las piedras, aquí lo que cuenta es tener carromato. Por cierto, quien dice carromato, dice El Partido.

Y nadie está libre del axioma. Ni siquiera los más castos y emergentes, donde también se percibe el charco de sangre que atestigua la ejecución sumaria de voces disonantes, aunque luego, con los fusiles aún humeantes por la descarga, el amado líder se encargue en repetir la cantinela (me niego a usar la palabra hipster «mantra» teniendo una tan hermosa como «cantinela«) de que aquí no sobra nadie, y que nadie es imprescindible.

Perdonen que me ría con esto último. Como si nunca se hubiera oído antes semejante proclama en los cuarteles de los partidos de la casta. Y es que el «aquí no sobra nadie» es la frase más oída en los entierros políticos y los epitafios post congresuales.

Me imagino a Washington Irving cerrando las puertas del palacio, una vez hecha la gestión de la presentación de las cartas credenciales, preguntándose dónde residía el poder real en ese reino decadente de opereta. Si en las desvencijadas estancias de un gobierno que no gobernaba o en las covachuelas desde las que los conspiradores dinásticos jugaban a trocear el poder ficticio que, entonces como hoy, ocupa un hombre absorto en el reloj que marca la cuenta atrás a unas nuevas elecciones.

 

 

 

 

 

jesus perea