Al presidente de la Región de Murcia

El ‘trasvasista’

Jesús Perea

Trasvasista. Así se confesaba el presidente de la Región de Murcia, recientemente, en una declaración que vistió de aparente trascendencia, con empaque institucional y solemnidad en el verbo.

Como el que se pone el mundo por montera y decide salir del armario. O aquel que decide decirle a su pareja, después de siete visionados, que Amelie es una basura de película; o que el vinagre de Módena le sabe a caramelo de Coca-Cola, cuando su pareja abusa del mismo en la ensalada y, que ha estado viviendo en una mentira todo este tiempo, solo para complacerla.

Mientras escribo la palabra, ‘trasvasista’, me peleo con el corrector del Word de Outlook. El condenado no me reconoce la palabra y se empeña en ofrecerme como alternativas «trasvasito», «transvasaste» o «trasvasaste». Hagan la prueba.

De modo que, si para la gente que trabaja para Bill Gates, ser de izquierdas equivale a ser de «izquierdista», o ser de derechas «derechista», sin que me aparezca el puñetero corrector rojo subrayando lo que es un error, les tendré que dar la razón y reconocer que uno no puede ser ‘trasvasista’, como sí puede ser madridista sin pegarle una patada en la entrepierna al glorioso léxico castellano.

Ya, ya sé que el habla precede a la Lengua y que si la Real Academia de la ídem puede decirnos que «iros» está bien dicho -siniestro precedente por si mañana validan «cocreta»- me gustaría dedicar esta cuartilla a los ignotos mecanismos por los que la política hace que términos como el de quien se dice partidario de los trasvases, con un concepto que no existe, retraten el absurdo con retazos de surrealismo que llenarían la paleta de colores del gran José Luis Cuerda (recupérese pronto, maestro).

Es surrealista trasvasar lo que no existe. A menos que se quiera trasvasar lodo, que es lo que abunda en los embalses de cabecera del reseco, esquilmado, martirizado y humillado río Tajo.

Es surrealista, y aquí me pongo serio, que los aviones que participan en la extinción del incendio que ha devorado parte de nuestra sierra y nuestros corazones al tiempo, tengan que irse, según me cuenta el amigo Escribano, hasta el Tranco de Jaén para cargar su panza con el agua que, según el «trasvasista», por estas tierras dejadas de la mano de Dios, nos sobra.

Es surrealista que una tierra que ha llenado los barrios de aluvión de Madrid, Barcelona o Valencia, a fuerza de inmigración forzada, por la falta de oportunidades, quede reducida a la función de famélica vaca lechera a la que exprimir las ubres hasta que sus ríos y sus embalses se llenen de mierda y se vacíen de vida.

Es surrealista, que nadie se acuerde de esta vasta llanura reseca y polvorienta, más que para llenar su suelo con un cementerio nuclear, cementeras a mansalva y trasvases para canalizar el agua que nunca tuvimos.

Antes de que me salgan con la historia del trasvase fallido del Ebro y rescaten el espectro de Zapatero para glosar el Plan Hidrológico Nacional que pudo haber sido y no fue -os ahorro el trabajo de argumentario, amigos del PP– les confesaré la percepción que tuve entonces cuando, quien les habla, era diputado en la legislatura la mayoría absoluta de Aznar, de que aquel trasvase nunca se hubiera hecho. Con Zapatero o con Rajoy en la Presidencia del Gobierno en aquel 2004.

Por una razón bastante evidente. Ni los aragoneses ni los catalanes lo habrían tolerado jamás, como sí lo hicimos nosotros. Y ya que estamos, puede que se le hiciera un gran favor al país, habida cuenta de que de los dos mil y pico millones de euros que costaba la infraestructura, cuántos hubieran terminado en manos de comisionistas con cuenta en Suiza y banderita rojigualda en la muñeca.

La gran tragedia de esta región, del tamaño de Portugal, no es solo que sea extensa, heterogénea y, en consecuencia, compleja a la hora de gobernarla.

Es que cada provincia viva pendiente del río. De ‘SU’ río. Aquí no hay un Duero castellano-leonés; ni un Guadalquivir andaluz; ni un Ebro aragonés. Un río que la parta por la mitad y hacia el que fluyan de Norte a Sur afluentes que rellenan su cuenca y dan sentido y cohesión a su geografía.

Hay un Tajo toledano y alcarreño; un Júcar, conquense; un Segura, albaceteño; un Guadiana, ciudadrealeño. Y cachos de nuestro territorio que caen bajo la jurisdicción de las Confederaciones Hidrográficas, dependientes del Ministerio de Agricultura y, por tanto, del Gobierno central.

La geografía nos hizo un regate seco y dispersó lo que, políticamente, es tan difícil de unificar bajo un mensaje común. Las cuencas hidrográficas y sus confederaciones, esos entes con vida propia y códigos vedados, hicieron el resto.

Por eso es fácil ser matón de cuarta, machote de puerta de discoteca con una región en la que, además de pocos, vivimos los unos y los otros pendientes de lo que pasa en la ribera del río de nuestras vidas. Porque no vemos el de la provincia vecina, al otro lado del páramo.

Al trasvasista presidente de la región vecina le pediría que en lugar de acordarse de la madre que parió a Zapatero y su derogado PHN, se diera una vuelta por los pueblos de la cabecera del Tajo. Y si anda justo de tiempo, que hiciera una escapada dominguera como la que hacen muchos de sus convecinos a la Sierra de Albacete, la que se nos quema sin que tengamos agua a mano en los embalses sedientos de la vergüenza, y de los que solo se acuerdan de cuando en cuando para recrecer sus paredones, a ver si se puede exprimir un poco más el zurrón.

A estas alturas de la cuartilla, ya no me importa que el Word de Outlook no me reconozca el término trasvasista. En consecuencia y, teniendo en cuenta, que de la indignación a la resignación hay un breve tránsito, he optado por agregar el término al diccionario de mi plantilla de texto y así ahorrarme el molesto subrayado en rojo. Por más que me duela, hay trasvasistas para muchos años si persiste la indiferencia general en las cuencas cedentes. Tantos, que a estas alturas del texto, el oído y el teclado ya se me han acostumbrado al palabro.

Por cierto, presidente, si de lo que se trata es de recibir dádivas, bienes y recursos, yo también me declaro trasvasista. Si tuviera usted que dar, en lugar de recibir, puede que no hubiera necesidad de inventar el vocablo.

A fin de cuentas, como se dice por nuestra tierra, no es lo mismo llamar a la puerta que salir a abrir.

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