Ante una sopa de letras de partidos

Una izquierda cómoda con la derrota

Jesús Perea

Que la izquierda ha sido históricamente más plural, mucho menos monolítica que la derecha, no es algo que hayamos descubierto ahora. Desde los tiempos de la Transición y sus famosas sopas de letras, las ofertas electorales de la izquierda española siempre fueron mucho más variadas que las de una derecha que supo aglutinar con el cemento del poder a sectores ultramontanos, democristianos, abiertamente franquistas y vocacionalmente centristas en las dos primeras décadas de nuestra reconquistada democracia.

Pero el escenario que se abre de cara a este largo año electoral empieza a adquirir tintes cómicos. Especialmente si se atiende a lo que está sucediendo en Madrid, caja de resonancia de las pasiones políticas que tarde o temprano sacudirán al resto del país.

Confieso mi limitado conocimiento de lo que está pasando en ese vasto espacio político que se abría esperanzadoramente a la izquierda del bipartidismo imperante hace solo un año. Un espacio no sólo ideológico, sino también sociológico, poblado por millones de potenciales votantes, dispuestos a embarcarse en aventuras hasta ahora vedadas para una democracia limitada a la alternancia de dos grandes partidos, en la que los saltos al vacío siempre chocaban contra la realidad del pragmatismo y el voto útil.

En pocos meses, en los que transcurren entre las anunciadas certezas sociológicas de estudios que anticipaban esa vía posible de éxito, y el choque contra la realidad de la conformación de listas y el sometimiento a los procesos formales de elección y elaboración de programas de candidaturas, todo ese enorme potencial parece diluirse donde más duele, en la orilla.

Porque esa es la sensación que percibo a pocos días del arranque de este maratón electoral que empieza en Andalucía. En ese Madrid al que aludía, quizás fruto de mi desconexión geográfica, he empezado a percibir el caos que anticipa la fragmentación casi cómica de opciones que van a enterrar sus prometedoras ilusiones de cambio. No sé si es cosa mía, o el desconcierto es compartido. Pero ya no sé quién es quién en ese enjambre de Podemos, Ganemos, Ahora Madrid, IU, Convocatoria por Madrid, etc.

Imposible no rescatar el genial diálogo de los Monty Python en «La Vida de Brian» a cuenta del Frente Popular de Judea y el Frente Popular Judaico, en el que termina habiendo más partidos que militantes.

Honestamente, me cuesta creer que existan diferencias programáticas profundas. Y más aún cuando se habla de política local, la que se enfrenta a problemas mundanos que hacen irrelevantes los mensajes más épicos, dirigidos contra la Troika o el BCE, cuando lo que se dirime es cómo mejorar el servicio de recogida de residuos urbanos con los mismos recursos o cómo mejorar la movilidad urbana, articulando intereses contrapuestos como los de peatones, conductores, ciclistas, taxistas o transportistas.

Y es que el pragmatismo de lo local es el mejor termómetro para medir el nivel de compromiso de las quimeras que tan elevados sentimientos promueven desde los atriles de la utopía. Y, al mismo tiempo, el mejor banco de pruebas para confrontar las miserias humanas, las pasiones personales que afloran en el momento en que hay que poner, negro sobre blanco, los nombres en una papeleta.

No encuentro mejor escenficación del disparate que el amor por la nomenclatura burocratizada que cierta izquierda sigue pregonando a los cuatro vientos. Una herencia de la esclerotizada mecanización organizativa de tiempos soviéticos que conduce a la configuración de órganos absurdos, como uno de casi surrealista nombre que he descubierto esta semana: el Comité de Procesos de Confluencia y Convergencia de Izquierda Unida.

Traduzco. Una federación de varios partidos, Izquierda Unida, vehiculando a través de órganos formales creados expresamente para la ocasión, procesos de confluencia electoral con otras candidaturas que pululan en el efervescente panorama de la izquierda madrileña.

Decía John Lennon que la vanguardia deja de ser vanguardia cuando ésta se institucionaliza. Cuando se «promueve» desde el poder. Cuando se «reconduce» a espacios de vanguardia creados a tal efecto. Cuando se «funcionariza».

Y en esencia eso es lo que le va a pasar a todo ese magma político, de enorme potencial electoral, que ha crecido con brío en el marco temporal que se extiende entre la llegada de Rajoy al poder a finales de 2011, y el primer envite electoral serio, más de tres años después. Creo que la institucionalización de ese espacio político a la izquierda del PSOE y que original e inteligentemente, Pablo Iglesias pretendía ideológicamente transversal, está destinado a chocar contra una realidad colonizada por los viejos hábitos de la izquierda acartonada, la de las viejas esencias y los conceptos inalterados.

La que es devota de la inalterabilidad de los procesos y la mecanización en comités, consejos políticos y órganos de confluencia.

La izquierda conservadora, profundamente conservadora.

La que se institucionaliza para hacerse devotamente sumisa de las élites intelectuales que evitan el fango de lo concreto, para teorizar sobre la utopía. Una izquierda guardiana de las esencias, incapaz de ensanchar mapas mentales que trasciendan su secreta vocación por ser eternamente minoritaria, si ello le garantiza pureza ideológica del modo en que ella lo entiende. La que cierra puertas si con ello evita que se cuestionan sus mantras con desafíos intelectuales.

El rompecabezas de la izquierda madrileña anticipa la tragedia de una Izquierda pragmática, ensimismada en fulanismos cainitas que no se basan en diferencias ideológicas de raíz, sino en los mismos personalismos que allanan el camino de la siempre disciplinada derecha española.

Tenía razón Pablo Iglesias, y no utilizo el pretérito imperfecto por casualidad, cuando decía que el cielo se tomaba por asalto, no por consenso. Lo trágico, es que le va a tocar lidiar con una izquierda señorial, todavía acartonada en los mitos del 68, acostumbrada a los consensos de la derrota y que en el fondo siempre se sintió cómoda con el 10 % de los votos.

La izquierda que aprendió a perder. Y que se sintió cómoda siendo víctima en lugar de protagonista.

elecciones, jesus perea