Yo también estuve una vez en funciones. Fue hace cuatro años, en el anterior traspaso de poderes, el que inauguraba los cuatro años de gestión de la, felizmente en breve, ex Presidenta de Castilla-La Mancha.
Estar en funciones es algo así como entrenar a un equipo matemáticamente descendido pero al que le faltan aún tres o cuatro jornadas para rematar la liga. Consumado el descenso, todo el mundo baja los brazos y el entrenador, generalmente un fulano de la cantera elegido para comerse el marrón de las últimas citas de la temporada, será el encargado de liquidar la desastrosa campaña con una plantilla en la que no renovará ni el tato, y bajo la mirada de una directiva que busca revulsivos para septiembre en segunda. Empezando por un banquillo que, efectivamente, el fulano entrenador de la cantera no ocupará.
Eres algo así como el encargado de cerrar la puerta al salir, porque eso de que el capitán es el último en abandonar el barco es meramente protocolario. Los miembros del Consejo de Gobierno se han encargado de liquidar las últimas cuitas en la semana posterior al batacazo electoral. Quien más, quien menos anda pensando en sus salidas o en cómo afrontar los «procesos congresuales» que se atisban turbulentos cuando vienen mal dadas.
Pero los otros, los directores generales y secretarios generales de las consejerías, casi siempre se quedan hasta el último momento. Son esos los que entregan los archivadores con la documentación para garantizar que el tránsito se produce dentro de la gris normalidad administrativa que sólo entiende del cambio del pie de firma en el Diario Oficial.
Como las del entrenador interino del equipo descendido, son semanas insulsas, en las que los medios mueven y remueven los clásicos del verano. La adjudicación de contratos de última hora, la destrucción masiva de papeles o la presunta rapiña sobre móviles y portátiles. Quien les habla, por cierto, cogió el suyo, un iPhone 4 bastante castigado, lo envolvió cuidadosamente en su caja de blanco virginal de Apple y lo devolvió por correo postal al despacho de la nueva secretaria general y futura viceconsejera de Cospedal, la tal Mar España. Con las mismas, me fui a una tienda del centro comercial ‘Luz del Tajo’ y me agencié uno nuevo, ya como civil ex político. Fue mi primer hito en el camino de vuelta a la normalidad.
Con el paso del tiempo reconozco que me dolió la insinuación de que, en aquel trasiego de cambio, los últimos que cerrábamos la puerta del Gobierno Barreda al salir – a mí me tuvieron en funciones hasta el 15 de julio- estábamos haciendo acopio de los bienes que, más adelante, serían considerados como la quintaesencia de eso que se iba a llamar en breve «la casta». Quizás por eso siento ahora una extraña solidaridad en la distancia con los últimos subalternos que están administrando una casa que está a punto de cambiar de manos, aunque militen en el bando ideológico que, derrotado, considero como mi adversario político.
No tengo dudas sobre las escasas sutilezas políticas de Cospedal a la hora de emprender un traspaso de poderes que entiende como política de tierra quemada. Lo que dicen los medios a cuenta de la conversión en regadíos de última hora o la adjudicación de contratos millonarios, no se basa en suposiciones sino en certezas que aquilatan el perfil político de un personaje en retirada, no sólo en Toledo, sino en la calle Génova de Madrid. Un personaje que deja una huella honda, para mal, en una región maltratada por sus políticas.
Pero bien haríamos en esta España eternamente galdosiana, en empezar a asumir la normalidad de los traspasos de gobierno sin el dramatismo belicoso que todo lo impregna. En cavilar en torno a la necesidad común de prestigiar instituciones que nosotros mismos arrastramos por el barro con la necedad del que no atisba a ver vida inteligente más allá de cuatro años.
Después de dos años y pico fuera de mi tierra, entendiéndome en otra lengua y conjugando otros hábitos y costumbres, empiezo a percibir que el tremendismo español, ese con el que vestimos de trascendental caída de Roma cada cambio de gobierno, es una pose impostada. Quién sabe si para otorgar un solidario asidero común a vencedor y perdedor, que invistiendo de épica triunfo y derrota, posponen renovaciones y aplazan la venida de una cultura de gobierno realmente europea. Es ahora, en estos meses en los que el mundo parece terminarse para unos y abrirse los cielos para otros, cuando se cuecen las frustraciones que llenarán las calles, a la vuelta del verano, de lamentos de decepción porque el cambio no tiene el alcance prometido.
Y es que, como decía al principio, yo también estuve en funciones.
Y en aquellos días de vacío y silencio repentino del móvil, el recuerdo me trajo de vuelta una novela que había leído mucho tiempo atrás. Contaba la historia de un general de la Guardia Civil, Antonio Escobar.
Un guardia de los de tricornio y amor pasional por el cuerpo. El bueno de Escobar, conservador de origen y católico de convicción, primó su lealtad al orden constitucional republicano. Y guerreó casi tres años en aquel ejército de milicianos y obreros que habían hecho mil carreras delante de los guardias en los años de las huelgas. Guardias como Escobar que, ahora, en una fría mañana de marzo del 39, rendía a un ejército entero a su antaño compañero de fatigas y en ese trance enemigo, Yagüe. Cuentan que Yagüe se extrañó al ver a un general rindiendo a todo un ejército, cuando el resto de las unidades habían delegado tal función en oficiales de segunda, mientras los primeros espadas volaban camino del exilio francés o argelino. El militar franquista hasta le ofreció la huída a última hora, temeroso del destino que le aguardaba al republicano. Éste, en último gesto gallardo, le dijo: «las guerras hay que saber perderlas, y por eso me quedo hasta el final». El franquista, en un último gesto realista, le contestó: «Ya, Escobar, pero es que no estoy muy seguro de que nosotros vayamos a saber ganar ésta».
La historia termina con Escobar en el paredón, ajusticiado por ser el último gran oficial que le quedó al ejército republicano, pieza mayor para el nuevo orden, frustrado por la huída de los peces gordos.
Así hacemos los traspasos de poderes en España. Entre el tedio del desganado entrenador interino y la estéril labor de los últimos en dar la cara, por puro cumplimiento del deber institucional, como Escobar.g
Ojalá algún día, en ese bendito país, aprendamos a saber ganar y perder de una puñetera vez, sin navajazos traperos de última hora ni venganzas a destiempo sobre los últimos que quedan en el convento, los que se van cerrando el despacho, ordenando papales y apagando la luz antes de salir porque o no tienen plaza en los aviones del exilio dorado o tienen la decencia de quedarse en el trance, por amargo que sea, hasta el último minuto.