Chubasquero contra los apóstoles provincianos

Tenemos que hablar de… las diputaciones

Jesús Perea

Leo, con agrado que no voy a disimular, que uno de los puntos esenciales del pacto entre PSOE y Ciudadanos, prevé la supresión de las diputaciones provinciales.

Voy a atarme los machos antes de continuar con este relato, porque ya intuyo los puñales, los argumentarios y los exabruptos que me dedicarán algunos poderosos provinciales a cuenta de este parlamento, casi siempre utilizando la misma retahíla de tópicos para que nada cambie. Que si la defensa de los pequeños municipios, desamparados ante la eventual desaparición de las diputaciones y demás argumentos… Y todo ello, para que todo siga igual.

(Ya está, ya tengo el chubasquero puesto y los machos bien prietos).

En 1978, cuando los padres de la Transición se sentaron a poner negro sobre blanco en aquel libro gordo de Petete por escribir que era la Constitución, la cuestión territorial amenazó con reventar el relato épico del consenso. Unos, otros y los de más allá se aprestaron a abordar el andamiaje institucional de un país que llevaba ochenta años debatiendo sobre su ser, así en plan orteguiano, desde posiciones irreconciliables, que iban desde el federalismo a la alemana hasta el centralismo departamental francés.

Lo que nos salió, fue un engendro de siete cabezas -mejor dicho, de diecisiete- que había de convivir con el arquetipo del centralismo departamental francés. El de las diputaciones que la Constitución no se atrevió a tocar, quizás para contrapesar la derrota incierta de la nave autonómica en el mar proceloso de los independentistas, federalistas y demás istas que estuvieran por venir.

(Hago un inciso estético, hablando del centralismo departamental francés). No es casual que los palacios de todas las diputaciones de todas las provincias de España tengan ese aire a lo Napoleón III. Son el producto del sueño erótico de los liberales decimonónicos, poseídos por el brillo romántico que en ellos dejaba la lectura de las novelas de Victor Hugo o Flaubert, con esa deliciosa Francia de provincias en la que las escaleras de caracol y el mármol grisáceo atrapan la grandeza encapsulada de la burocracia provinciana.

Lo coherente, decíamos, hubiera sido que la ordenación territorial de España pivotase en torno a los tres niveles en los que el principio democrático gravitaba con mayor fuerza. El del estado y las autonomías -ambos con potestad legislativa y cámaras de representación ciudadana electas por sufragio universal- y el de unos ayuntamientos reforzados, igualmente elegidos sus representantes por sufragio universal, e investidos al fin de la autoridad moral que la historia les había hurtado pese a sus innumerables méritos cívicos y democráticos a la hora de rebelarse contra reyes y nobles en nuestra historia.

Tres niveles de gobierno; estatal, autonómico y local, sin dependencia jerárquica sino competencial, y regidos bajo la égida del sufragio universal directo, libre y secreto, nuclear expresión del principio democrático que se esboza en el artículo primero de la Carta magna.

Fueron los miedos de unos a lo desconocido y el apego de otros a lo conocido, lo que permitió que las diputaciones, órganos de gobierno de una realidad territorial que no tenía, ni tiene por qué desaparecer (la provincia) se salvasen en las transacciones mutuas como un ente al que el legislador atribuye el carácter de gobierno local (sí, sí, como a un ayuntamiento más) pero sin el engorro de la elección directa, libre y secreta de sus órganos de gobierno, como si ocurre con el resto de poderes locales a los que el principio democrático sí les alcanza de raíz.

Para salvar el entuerto, al legislador de bases se le ocurrió la idea de los partidos judiciales, en los que un demos meramente artificioso configura una voluntad democrática de segundo orden. Traduzco. Usted vota al alcalde y los concejales de su pueblo. Luego juntamos todos los alcaldes y concejales de todos los pueblos del partido judicial. Y con el resultado, se atribuye a cada partido el número de diputados correspondientes en tan arbitraria y extraña circunscripción, preconfigurada por la planta de tribunales que determina… la Ley del Poder Judicial, ¿extraño, verdad?

Usted no elige a quién le gobierna en la Diputación desde el palacio estilo Napoleón III que se levanta en cada capital de provincia. Elige a quien elige. Eso es la elección de segundo grado, que bien se puede describir como una democracia de segundo grado, en tanto en cuanto termina de cuadrarse, para más inri, en los cuarteles generales de cada partido con representación el partido judicial.

(Vuelvo con la coherencia).

A mí me gusta que quien me gobierna, sea responsable de lo que ingresa y de lo que gasta. Mayormente porque eso, que en términos académicos se define como corresponsabilidad fiscal, equivale a trasladar al gestor la facultad de decidir y priorizar como gastar, sabiendo que él mismo es responsable de cómo recaudar.

A un alcalde se le juzga por cómo gaste, pero también por cómo ingrese. Y sabe lo que cuesta lo primero porque es consciente de lo que supone lo segundo. Sabe que cada obra se financia, en último término, con lo que ingresa a través de los impuestos y tasas que recauda. Sabe lo que es tener que explicar una subida del IBI o del Impuesto de Circulación, o de la tasa de basuras, y a menudo le parten la cara por ello.

Lo que le viene dado de la tarta de tributos del Estado, de los grandes impuestos, viene a ser el 30 % de su presupuesto. El otro 70 % se lo trabaja como les he dicho. Básicamente a base de que nos acordemos de la madre del señor alcalde cada vez que nos recauda -y eventualmente nos sube- la contribución urbana.

Con las diputaciones es otra historia.

Según la Constitución son gobiernos locales, como los ayuntamientos. Pero no se exponen al engorro de la democracia de primer grado, como ya les he expuesto, ni al mal trago de cobrar directamente impuestos y tasas para financiarse. Porque a diferencia de ese 70 % que les he relatado con respecto a los ayuntamientos, casi el 100 % de sus ingresos le viene dado por el estado vía participación en los grandes tributos que Montoro recauda, y que usted paga cada año. No lo digo yo. Lo dice el artículo 42 del presupuesto de ingresos de un ayuntamiento, el que quieran, y el de una Diputación, la que quieran. Consúltenlo, háganme caso.

Dicho así, no extraña que entre ser ministro, consejero, concejal o diputado provincial de Hacienda, el mejor empleo sea el que desempeña este último. Más que nada porque no tiene que lidiar con el contribuyente cabreado, una figura capital en la democracia occidental. Tanto, como que fue al grito «no taxation without representation«, como se independizaron los hoy poderosos Estados Unidos de América, jodidos sus colonos de que la corona británica los friese a impuestos sin poder votar cómo demonios tenían que recaudarse.

En pocas palabras, las diputaciones españolas, son el único poder local fiscalmente cojo y democraticamente deficitario. Creo haberles explicado tales fundamentos con naturaleza empírica, sin apelar al voluntarismo del acto de fe, el que nutre y nutrirá los argumentarios para su pervivencia, basados en la defensa de los pequeños municipios, que, dirán, quedarían desamparados si cristaliza la propuesta que suscriben PSOE y Ciudadanos.

(Termino proponiendo).

Proponiendo que parte de la participación en ingresos del Estado que anualmente se deriva a las diputaciones, vaya directamente a los ayuntamientos.

Proponiendo que la Administración autonómica refuerce sus dependencias periféricas, con la asunción de servicios y personal de las –a extinguir- plantillas de las diputaciones.

Proponiendo que, a tal efecto, las autonomías reciban la compensación tributaria pertinente del estado.

Proponiendo que España, finalmente, sea un país en el que el principio democrático no encuentre niveles de gobierno en la penumbra del segundo orden, ajustando letra y espíritu de la Constitución.

Proponiendo que los pequeños municipios sigan siendo una prioridad en la acción de gobierno de los órganos que sucedan a las diputaciones, se llamen como se llamen y que se beneficien de las economías de escala que se generen de la racionalización de los diferentes niveles de gobierno.

(También me he puesto la capucha, además de abrocharme el chubasquero. Ya me pueden dar toda la cera que quieran y acusarme de querer agredir a los pequeños municipios. No sé si les habré convencido de lo contrario. Lo que sí tengo claro es que no haciendo nada, dejando las cosas como están, no creo que se haga un gran favor a los pequeños municipios cuya salvaguarda tanto dicen garantizar los apóstoles de las diputaciones en sus argumentarios deliciosamente provincianos, tan evocadores de la Francia departamental de Flaubert).

A las pruebas, y los hechos actuales, me remito. Lo otro, dejar las cosas como están, ya sabemos a dónde nos conduce.

ciudadanos, diputaciones, jesus perea, pedro sánchez