A propósito de la primera vuelta en las Elecciones Francesas

Ni siquiera nos quedará París

Jesús Perea

De un tiempo a esta parte, especialmente desde que los sondeos electorales fallan más que una escopeta de feria, si quiero calibrar el resultado de unas elecciones reñidas en cualquier país de Europa Occidental, miro el mercado de divisas en la aplicación del móvil.

Ese mercado empieza a operar el domingo a las seis de la tarde, hora de Greenwich. Suele ser una o dos horas antes de que cierren los colegios en el país que fuere, Italia, Francia, Holanda, Alemania, o los países nórdicos o centroeuropeos. Es la hora a la que abren los mercados asiáticos después del cierre del fin de semana. Y como en los guiones de cine, siguiendo la pista del dinero, anticipas casi todo lo demás.

A esa hora -a las seis de la tarde- la libra y el dólar se daban un sensible batacazo frente al euro. O si lo prefieren ver de otra forma, el proyecto europeo exhalaba un bufido de alivio frente al abismo incontenible que se abría ante la posibilidad de una segunda vuelta en la que el Frente Nacional, de Le Pen se disputase la Presidencia de la segunda economía del euro con el líder de la Francia Insumisa, Melenchon.

La victoria de Macron en esta primera vuelta y, por extensión del otro finalista, el ultraderechista Frente Nacional, es también la derrota de la Francia convencional en términos políticos. Por hacer una analogía imperfecta con el caso español, imaginen un escenario en el que la bipolaridad tradicionalmente encarnada por PP y PSOE desde hace cuatro décadas fuera sustituida por el eje Ciudadanos-Podemos. Un escenario que todavía no alcanzamos a visualizar.

Solo así seríamos capaces de entender la tmagnitud del terremoto político que sacude los cimientos del país vecino.

La derrota de las fuerzas convencionales francesas a izquierda y derecha, frente a lo que se podría considerar como una forma de antipolítica -la negación de toda filiación en el caso de Macron y el populismo xenófobo en el caso de Le Pen- es la crónica de un gigantesco hartazgo. Por mucho que se quiera disfrazar la victoria de Macron como la de un centro izquierda edulcorado, lo cierto es que por primera vez en una gran potencia europea, la visión más ideologizada del combate político convencional hinca la rodilla frente a un candidato que reniega de la propia categorización izquierda-derecha-centro.

Dando por descontado que Macron obtenga la victoria en la segunda vuelta frente a Le Pen, algo predecible -aunque, intuyo por un margen menor del que algunos sondeos aventuran- el país vecino habrá coronado a un líder sin filiación política y que presenta como principales credenciales una variopinta conjunción de liberalismo económico, europeísmo militante,  valores republicanos y experiencia de Gobierno en los últimos ejecutivos socialistas franceses.

Un mestizaje de difícil digestión para los estándares tradicionales con los que dividíamos nuestro mundo con los códigos binarios de centro izquierda y centro derecha, dominantes durante décadas en una Europa que ha acelerado hacia lo desconocido en menos tiempo del que podríamos haber imaginado.

Con todo, incluso en la derrota de los partidos del establishment, los que han dado a Francia sus jefes de Estado durante los últimos setenta y dos años de forma ininterrumpida, hay matices que conviene repasar. En la derecha, el hundimiento de Fillon no se puede disociar de sus oscuros manejos y la sombra de la corrupción. Una enfermedad que trasciende fronteras aunque no alcance el grado de vileza y obscenidad con el que ha cuajado en España.

Es en el lado del socialismo convencional, en el de la marca de la socialdemocracia clásica, donde conviene detenerse. Benoit Hamon, el líder socialista, obtiene el peor resultado de la historia de un partido que ha ocupado la Presidencia de la República francesa en veinte de los últimos treinta y cinco años. Y aunque hay quien ve una relación causal lógica -probablemente interesada- en la radicalización del mensaje del candidato socialista y el desastre en las urnas, lo cierto es que a la alternativa a Hamon en las primarias socialistas -el mucho más moderado Manuel Valls- las encuestas tampoco le ofrecían más allá de un 9 % de apoyos a este último.

En esa lectura, que es particularmente interesada desde la perspectiva política actual en España, se busca un paralelismo entre el proceso de primarias que haga bascular el voto de la militancia hacia un socialismo mucho más posibilista y desideologizado como antídoto contra la derrota. Un argumento que se verá refrendado con la previsible debacle del muy izquierdista Corbyn en junio, en el Reino Unido post Brexit.

Aunque haya algo de razón en este análisis, entre otras cosas porque los ciudadanos siempre prefieren el original –Podemos– frente a la copia cuando se trata de retórica rupturista, me inclino a pensar que lo que ha pulverizado al socialismo francés tiene más que ver con el legado de cenizas de un partido que llegó al poder en 2012 a lomos de una gigantesca ola de entusiasmo.

Algo que, en sí, predisponía al desencanto a la mínima ocasión. Si a la indolencia de Hollande se suma la sombra del terrorismo, la incapacidad de articular un mensaje integrador o la ausencia de liderazgo a la hora de encarnar una alternativa frente a la doctrina Merkel la consecuencia era más que previsible. Lo que ha tumbado a Hamon y al socialismo francés es la imposibilidad de luchar contra la herencia de Hollande, además del gélido vendaval populista que, a diestra y siniestra, ha ido carcomiendo los viveros tradicionales de voto de un partido que está envejeciendo con insólita rapidez en todo el continente.

En ese escenario, la victoria previsible de Macron en la segunda vuelta será vista como un mal menor por muchos. Empezando por las instituciones europeas. Y, dicho sea de paso, como una mala noticia para todos los que apuestan contra la debilidad de la Unión Europea, como el propio Reino Unido, recuperando el argumento señalado al principio sobre las divisas.

Fue en Francia donde arrancó la tradición política contemporánea. La cuna de la Revolución, de la Declaración de los Derechos del Hombre. Fue en aquella Asamblea Nacional constituyente, donde surgió la propia conceptualización de izquierda frente a derecha, referida al lugar en el que sentaban sus reales los diputados que votaron a favor o en contra de otorgar un derecho de voto al rey sobre las leyes emanadas de la Cámara de representantes.

Tenía que ser allí, en la Francia seminal de la ideología contemporánea, donde los ciudadanos certificasen con su voto el triunfo de la antipolítica orgullosamente descreída.

Puede que hoy, en medio de la bruma, ni si quiera nos quede París.

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