Sobre la misa a los caídos por Dios y por España

La paz, la piedad y el perdón que nunca llegaron a La Roda

Jesús Perea

A modo de prefacio.

Por ser quien soy -o fui- y lo que fui, me tiento los dedos en este teclado antes de atacar el tema al que da título este artículo y que, como bien sabrás a estas alturas, querido lector, trae causa en la Misa Homenaje a los Caídos por Dios y por España. Así reza el anuncio oficial, flanqueado por el yugo y las flechas y las aspas de Borgoña, que tiene lugar en la Iglesia de El Salvador al caer la tarde en un 24 de agosto de 2017.

Y no por miedo, sino por el desasosiego que sigue proyectando, como una gigantesca sombra de raíces ancestrales, la batalla por la Memoria en mi pueblo, en La Roda.

Como en todo pueblo de la retaguardia de los frentes bélicos de la contienda del 36, la Guerra llegó a contrapié, con miserias retardadas, pero no por ello menos dolorosas que las que sufrieron los Belchite, Brunete, Corbera de Ebro, Gernika y, tantos otros, reducidos a polvo por el efecto de una guerra que ensayaba los métodos a emplear con saña en toda Europa a la vuelta de pocos años.

No hubo Picassos que dibujaran con trazo firme las matanzas en los ribazos, en las tapias del cementerio, en las cunetas. Ni memoriales democráticos que erigiesen monumentos a la paz sobre las ruinas preservadas de la contienda, allí donde esta se cebó con saña, como en los frentes aragoneses y del Ebro.

Sólo hubo silencio.

El que alimentó las denuncias, que poco tenían que ver con la política en muchos casos, para discernir el límite entre la vida y la muerte dependiendo de en qué retaguardia se encontraba el pueblo. Si en la controlada por lo que quedaba de la República, sumida en el caos de las primeras semanas, o en la que dominaban los sublevados, esta consciente y plenamente orquestada. El silencio que sucede a la delación, a la traición, a las envidias ancestrales que se subliman en momentos en que el valor de la vida pesa, como en la guerra, tan poco como una pluma.

La historia de La Roda en la guerra no puede entenderse sin esas consideraciones previas. Que no son excepcionales, por cierto, a la hora de explicar la contumaz tradición de honrar a las víctimas de un bando con el soporte cuasi institucional de la Iglesia Católica, pero sí sumamente particulares en un momento en el que el reloj de la historia parece congelarse conforme se sube al alto de la Iglesia de El Salvador.

Un templo columnario, rotundo de formas y robustez castellana. En el punto más elevado de un pueblo llano, como La Mancha toda, levantado sobre las ruinas de un castillo desmontado en mitad de otras guerras civiles castellanas, las de los Reyes Católicos y sus rebeldes del Marquesado de Villena. Un gigante de piedra en un pueblo quijotesco que a falta de molinos manchegos, tiene una soberbia iglesia que ha servido de marco y fondo para el álbum fotográfico familiar de todo rodense que se precie.

La foto de la comunión; de la boda; del bautizo. De liturgias cívico religiosas privadas y públicas, como las romerías o la Semana Santa.

Adherido a la entrada, a la diestra del portón principal, se alza el mausoleo con los nombres de los caídos por Dios y por España. Imposible encuadrar la instantánea sin que el monolito grisáceo destruya la armonía y la belleza de la piedra apilada por nuestros antepasados en pleno Renacimiento tardío.

Y ahí queda. Para la posteridad familiar. Repetido en fotografías que captan la felicidad de un momento entrañable, como el convidado de piedra, nunca mejor dicho, que nos recuerda que hubo una guerra en la que unos cayeron por Dios y por España y otros, los que no están, por Stalin, Satanás o cualquier otro demonio rojo.

Como verás, abnegado lector, hace tiempo que renuncié a emplear la épica en la defensa de la razón cívica de la memoria democrática, profusamente ignorada en La Roda. A estas alturas de mi vida, y con el sosiego que da la distancia, prefiero apelar a criterios estéticos para que alguna autoridad, en un ataque de coherencia, se atreva a restaurar un monumento excelso al estado que debiera tener, sin que la profanación de la memoria de parte haga estragos en uno u otro sentido.

No habría mejor homenaje a La Roda y a los rodenses que levantaron aquél templo, que respetar una obra única tal como fue concebida por nuestros antepasados, hace más de medio milenio, sin adherencias estridentes de pésimo gusto estético y notorio valor divisivo.

Me puede el pesimismo, sin embargo, cuando me consta que ni los criterios monumentales pueden hacer mella en quien debiera ser responsable. Ni la razón humanística del arte, ni la más prosaica que ofrece Google, cuando al mezclar «La Roda» y «Noticias» nos remite a esta cuita, por encima de noticias más amables de las que La Roda merece ser acreedora,  hará entrar en razón a quienes se conducen por los mismos atavismos hispánicos que nos llevaron a matarnos como conejos hace setenta años.

La Guerra Civil sigue inoculando el veneno de la infamia de generación en generación, como si la presencia del apellido del antepasado en un monolito legitimara una posición ideológica heredada de padre a hijo, sin atender a más razones que la tragedia del abuelo o el bisabuelo.

Quizás por cansancio; quizás por hartazgo; quizás por la evidencia de su inutilidad. Renuncio a jugar la carta de la lealtad al gobierno legítimo de aquélla República esperanzadora que vino al mundo en la peor década posible. Renuncio al argumento de  rescatar la memoria de los muertos sin cruces, sin lápidas, sin siquiera tumba conocida.

Me quedo con la apelación a la belleza, simple y pura de un monumento profanado por la mano torpe del vencedor en una Guerra Civil; al que ni el paso de los años podrá absolver, como ellos quieren, buscando la normalización de su presencia en un edificio único en la geografía albaceteña. Me quedo con la apelación a la otra Roda, a la que no quiere ni puede permitirse el lujo de ser noticia por el eco de un pasado interpretado a beneficio de inventario, porque tiene tanto que ofrecer que le sobran los motivos para creer en sí misma.

Y lo hago desde el convencimiento de que, incluso en la Iglesia Católica -que yerra en este caso con menos disculpa incluso que las autoridades locales- debería haber alguien capaz de ver el alcance de su error y su responsabilidad al hacer aún más profunda la fosa en la que los muertos de nuestros antepasados, citando a Manuel Azaña, piden Paz, Piedad y Perdón.

 

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