Una tarde de final de primavera, tres chicos bebían vino en una mesa cuadrada de color apagado. Cada poco tiempo pedían algo de aperitivo, aceitunas, boquerones. Bebían y reían la mayor parte del tiempo, el resto se miraban entre ellos y miraban a la puerta, esperando que sucediera algo.
Pero sólo pasaba el tiempo a pesar de que estaban en la calle indicada: Virgen de las Maravillas.
Bebían con la inocencia de los diecisiete años, en una etapa de la vida en que beber se admite aunque no se aconseja. Tres chicos en una tarde noche adolescente de viernes, perdiendo el tiempo entre vinos, bolsas de pipas de veinticinco pesetas y aceitunas con hueso.
Pidieron unos bocadillos y el dueño del bar, con la amabilidad que pudo les dijo que como mucho queso en aceite.
– Estupendo –dijo el más espabilado de los adolescentes -, bocadillos de queso en aceite.
– Y otra botella de vino –dijo el más valiente.
El camarero bufó, sabía cómo terminaban los chicos que venían a su bar a iniciarse en los placeres adultos, ¡cómo si no hubiera más bares en Albacete!
Les llevó los bocadillos, bien de pan, justos de queso. Acompañados de la botella de vino. Con un trapo añejo simuló que limpiaba la mesa, su intención real era comprobar el grado etílico de los chicos. Apenas eran las ocho y media, no quería vomitonas tempranas. Se habían bebido cuatro botellas de vino, varios platos de aceitunas, tres de boquerones y los bocadillos de queso. Caminaban a por la quinta botella.
El camarero memorizaba las cuentas de cada cliente, de cada mesa. Hizo la división: cinco botellas entre tres adolescentes, pedo seguro y me llevo una. Los chicos entornaban los ojos, se miraban como miran los bebes y los beodos.
– Creo que habéis bebido bastante ya –dijo el dueño.
– Vale –suspiraron. Apuraron los vasos y pasaron el dedo por los restos de aceite del plato. Echaron mano a sus bolsillos. Uno dijo:
– Llevo cincuenta pesetas.
– Pues yo llevo cien –dijo el segundo.
– Pues ya tenemos ciento cincuenta –dijo el tercero.
Las risas se convirtieron en carcajadas. El dueño de El Gordo no se reía apenas, no le gustaban las gracietas, menos las que tenían que ver con el dinero.
Dijo algo en castellano antiguo y algo más en castellano moderno que se entendió desde la calle Virgen de las Maravillas hasta los molinos de la Feria.
Los adolescentes no pudieron evitarlo: les dio la risa más fuerte, hasta que uno de ellos se cayó de culo, presa del dolor de tripa y el vino. Buscaban una solución en sus cerebros atontados.
– Perdone, ¡eh, amigo! Perdone –dijo una voz hosca, seca y rotunda desde una de las mesas-. Deje a los chavales, invito yo.
– Pero si son más de…-empezó a decir el dueño.
– No te preocupes, hombre –dijo su acompañante, un tipo medio calvo, grande, tripudo y con la cara afable y sonriente de buen comedor -, Alfredo y yo pagamos la cuenta de estos pollos.
– ¿Quién no se ha emborrachado alguna vez, eh, José Luís?
Cuerda y Landa siguieron hablando de su próxima película. La anterior colaboración había dado buenos frutos, convirtió al Bandido Fendetestas de Landa en Goya a la mejor interpretación. La próxima estaría a la altura: un tipo obsesionado en ir a las Américas con su cerda.
Centraron su conversación en dónde comer al día siguiente, mientras los chicos salían a trompicones.
Historia ficticia basada en una anécdota que cuenta Robert Duvall a Glenn Close en The Paper, Detrás de la noticia.