La historia se repite, los miedos también

Cree lo que ves, no creas lo que oigas, o al revés

Miguel Ventayol

Los asesinatos fueron brutales, como brutal el circo ambulante que costó la fama a alguna que otra periodista. Detuvieron a los asesinos, salvo a uno. Un tipo desgarbado, con cara de malo, como suele suceder con los asesinos. Desapareció del mapa conocido de una manera inexplicable. Algunos decían que estaba enterrado a varios metros del suelo valenciano, otros que con una piedra al cuello más allá del Saler. La prensa especulaba sobre varios destinos.

Pero en muchos pueblos aseguraron que estaba allí, ¡cuidado, viene el asesino!

Iba a ser uno de los mejores años de España, el año de Sevilla, el año de Barcelona. Y, sin duda, uno de los mejores carnavales de Villarrobledo, una ciudad manchega que se había colocado por derecho propio en el mapa festivo de la misma España de expos y olimpiadas.

Aunque en aquella ocasión algo vino a enturbiar el ambiente: ¡Antonio Anglés estaba pasando el carnaval en Villarrobledo! Lo aseguraban todos los mentideros de la provincia, las redes sociales en el 92 eran otras pero funcionaban.

Las alarmas se dispararon, los teléfonos de amigos, conocidos, y policía no paraban de sonar. ¡Cómo reconocer al asesino entre miles de máscaras!

En el cuartel de la Guardia Civil no estaban para bromas. En la Policía Nacional, tampoco. A los adolescentes nos dieron órdenes estrictas: «cuidado con quien te juntas». O más tajantes: «no sales hasta que ese tipo esté en la cárcel».

Las madres no durmieron durante muchos días, con el alma en vilo, los corazones temblando, los rezos retomados. Que un asesino ande por la calle de tu pueblo no es cosa de broma.

Pedri salió disfrazado sin prestar atención a los consejos de su madre, tenía veinte años, podía comerse el mundo, ajustar las cuentas al tipo más odioso y seguir disfrutando el carnaval. Se junto con Juan, Pepe, Luís, David y miles de personas más que iban y venían desde la plaza Vieja al Chirin. Nadie había visto a Antonio Anglés, ni falta que hacía. Bajo los disfraces buscaban un alma gemela con quien bailar, pasar la noche o el resto del carnaval.

Después de las cinco de la mañana llegaron las seis, se hizo la hora de volver a casa. Entonces Pedri recordó que quizás un asesino andaba suelto por las oscuras calles de Villarrobledo, procedente de Valencia tras cometer uno de los asesinatos más crueles que se recordaban en España.

Quizás fuera la cerveza, quizás el DYC; sintió un miedo que no sentía desde las collejas escolares en 2º de EGB. Vivía a las afueras, ninguno de sus colegas vivía cerca, tendría que ir solo. Así que hizo lo que cualquiera en su situación habría hecho, apretar por el cuello dos cascos de Mahou. Un movimiento sospechoso y los poderosos brazos de Pedri lanzarían botellazos al maldito asesino. Un asesino que, sin duda, estaba en el carnaval de Villarrobledo.

Sus pies temblaban al caminar, el derecho se arrastraba algo más. Estaba llegando al Rollo, las farolas apagadas debido a la cercanía de la luz del alba.

Sólo se oía su respiración.

Entonces unos pasos lo alertaron, algo procedente de la siguiente esquina.

Los pies se paralizaron, las manos agarraron los botellines con dureza, Pedri apretó la mandíbula y esperó al contrincante.

Ni siquiera cambió de acera, era un valiente que afrontaba la situación.

Llegó como pudo a la esquina, dio un salto y gritó:

-¿Qué coño quieres, cabrón? ¡Ven a por mí!

Frente a él, una octogenaria encogida por la edad, enfundada en luto riguroso, y pañuelo en la cabeza, se llevó las manos al rostro y gimió.

-No me mates, no me mates.

Pedri, más asustado que conmovido, dejó escapar los botellines provocando un gran estallido, echó a correr con la mandíbula desencajada por el miedo, la risa y la tensión.

Fábula inventada a partir de hechos reales, sobre bulos y chismes, en la época en que no había Internet

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