Cuando los sueños se cumplen

El verano que Armstrong llegó al campamento de Riópar

Miguel Ventayol

Corría el verano de 1969 en Cabo Kennedy, Florida, Estados Unidos, cuatro chavales estadounidenses hacían historia al llegar a la luna el 16 de julio.

Un buen verano.

Un verano inolvidable para los chicos y chicas de entre diez y dieciocho años, un veraneo con carreras, partidos de fútbol, gimnasia sueca, aventuras de miedo, marchas por el Calar del Mundo y escapadas a los Chorros. Desde la explanada que se abre desde el campamento San Juan al puerto del Arenal se contempla el cielo como en pocos lugares de la provincia. La luna se dibuja a apenas a unos metros, vistos con la imaginación infantil.

Pero no la bandera de barras y estrellas.

En el campamento, en un corrillo, maestros y profesores comentan la maravilla que supone la conquista del espacio, cómo es posible que el hombre haya sido capaz de tamaña proeza y, por supuesto, ¡menos mal que llegaron antes que los rusos!

-¿No sería estupendo organizarle a los chicos algo especial?

-Por supuesto, si tuviéramos unos pósters, unas imágenes –dijo otro de los maestros, conscientes de que en la OJE se tiraba más de inventiva que de presupuesto.

-Dejad, esto lo soluciono yo –dijo Miguel, sacando pecho y sonriendo con malicia.

Se acercó al único teléfono que existía en el campamento y solicitó línea con la embajada de Estados Unidos en Madrid. El resto de compañeros le miraba admirado, con la carcajada a punto de salir, aquella anécdota la recordarían durante años en los fuegos de campamento.

-Embajada de Estados Unidos, ¿con quién hablo? –Dijo una voz femenina con acento del Medio Oeste al otro lado de la línea.

-Le habla el conde de CasalCura, marqués del Padroncillo. Necesito que me remitan material fotográfico, dosieres, imágenes y cualquier tipo de publicidad de la que dispongan al respecto de la gran hazaña americana en la Luna.

Sus compañeros empezaron a reír, no podían creer lo que escuchaban. Algunos incluso tuvieron que salir de la oficina debido al volumen de sus risas. En el interior, Miguel escenificaba con voz prepotente. Apenas le faltaba un monóculo y un bigotito fino para completar el teatrillo.

La voz femenina solicitó una dirección de referencia y un teléfono de contacto. Al día siguiente tendrían pósters a tamaño completo de los cuatro astronautas y cientos de Apolo 11 troquelados para los chicos. Acompañados de dossieres, dípticos e información completa al respecto de la “emocionante e irrepetible hazaña de nuestros compatriotas”, dijo la voz antes de colgar.

-¿Qué os ha parecido? –Dijo Miguel, bromeando sobre su propia broma.

Esa noche fue una de las más divertidas del campamento, los chicos se embadurnaron con agua y harina, los maestros reían la gracia del falso marqués.

Ninguno de ellos podía imaginar que, a la mañana siguiente, aparecerían dos limusinas diplomáticas negras con la bandera estadounidense, los maleteros y los asientos de atrás repletos de material didáctico para los niños.

Basado en hechos reales. Dedicado a los contadores de historias que cada uno de nosotros tenemos en casa, al calor de un buen café.

 

 

armstrong, luna, miguel ventayol, Riópar