Desplazarse por la provincia de Albacete es tan sencillo como volar a Marte.
Viajar, volar y abandonar el propio espacio es una pasión de muchas personas. Pasión, necesidad, vía de escape.
A diario me siento al lado de la ventana para dejarme llevar por lo que sucede ahí fuera, una manera poética de describir la vida sin contagiarse demasiado del frío, el calor, el mal ambiente o la locura. Pero siendo fin de semana, complicado resulta encontrar a alguien que no venga de aplacar las toxinas en el parque o cortejarlas con una bolsa grasienta y aromática de churros.
Porque Albacete es un lugar de costumbres, previsible y tranquilizador.
Me concentro en los tejados, esos que aún se pueden ver gracias a que la crisis del ladrillo impidió seguir derruyendo edificios para sustituirlos por otros de menor calidad, más brillantes y caros. Empiezo a teclear pensando en enormes posibilidades, las que tiene la mañana, las que me regala cada día, las que tiene mi hijo mientras juega con un camión de plástico chino.
Me vuelvo a desconcentrar, un coche que rueda de un lado a otro del salón convertido en nave espacial por arte de imaginación infantil, por arte de magia inocente.
-Papá, ¿has visto cómo vuela? Tiene unos reactores en las ruedas que lo hacen volar. Llega hasta Marte.
Yo no soy ingeniero pero he hecho el trayecto Albacete Marte tantas veces como cualquiera, como tú, como tantos otros.
Yo no soy como esa chica de Barcelona cuyo sueño es viajar al espacio; soy más del tipo sentado tranquilo en el sofá de casa. Cierro los ojos, visualizo las calles de Florencia, mientras como curry en Londres para luego tomar un té verde en Osaka. Aunque sé que en Osaka es más fácil tomarse unas cervezas y emborracharse que tomar un té, tan fácil como disfrutar una cerveza en el paseo de La Roda.
Sin darme cuenta escucho un concierto en un garito de Almansa que ya cerró, miro el Mundo desde los Chorros o camuflo mi identidad en el Carnaval de Villarrobledo.
Sin ser ingeniero es complicado sobrevivir en esta tierra, aunque hay personas que se las componen de maravilla para vivir bien y vivir del cuento, o viajeros que se llaman a sí mismos aventureros porque son capaces de no comprometerse con nada más que con ellos mismos y su cepillo de dientes.
Pero eso no se ve desde mi ventana; desde mi ventana apenas se ve el Hundimiento de las Lagunas y un palacio encantado de Villalgordo. Apenas puedo trepar por las murallas de cuatro castillos y luchar una batalla en Rochafrida.
Mi mirada, como la tuya, es oblicua, dobla esquinas con la sencillez con la que asciende el aroma grasiento de deliciosas roscas; sube hasta el ático en que me hallo y me obliga a pensar en Marte de nuevo.
-Papá, ¿habrá churrerías en Marte? Porque si no hay, ¿para qué ir?