Maribel, Emma y Ariadna enfilaron desde el paseo de la Libertad hacia el Altozano, les relajaba salir a pasear antes de cualquier función. Pero, sobre todo, les gustaba conocer los sitios en los que actuaban, al menos durante un par de horas de tranquilo paseo.
Les habían dicho que el mejor sitio para comer en Albacete era un pequeño restaurante chino de un albaceteño de adopción, en un pasaje de nombre curioso: Borso.
Les apetecía chino, no chusmarro.
Porque eso también se lo habían avisado, comer y beber en Albacete es una de las mejores sensaciones de la tierra; pero a ellas no les apetecía una cena copiosa y típica, sino un típico tentempié asiático.
Les sorprendió un poco el ambiente primaveral del centro, sin atascos, sin miradas indiscretas mas allá de un cuchicheo. Ellas hablaban de la preciosidad que era el Teatro Circo, de sus niños en el colegio y lo rápido que crecían en las casas ajenas. Iban hablando de casualidades: la Feria del Libro nada más salir del teatro: Albacete parecía una ciudad repleta de cultura y personas tranquilas. Un buen sitio del que todo el mundo hablaba bien.
Bromearon con Ariadna por haberse convertido en una de los personajes más odiados de la televisión por culpa del Cuéntame y se rieron a gusto de cómo cambia la imagen de una actriz al pasar por la televisión.
Caminando del bracete, sin más prisas que la conversación, alcanzaron el restaurante que no era sino un pequeño local con un cartel pasado de moda que indicaba Aperitivos chinos Kowloon, Hong Kong se había colado en pleno centro manchego.
En el interior un tipo sonriente les dio las buenas noches y no pareció reconocerlas, una ventaja para ellas. Tenía esa sonrisa franca y enorme que abre el apetito sin saber cómo.
Pidieron arroz con gambas, tres rollitos y agua. No se atrevieron a pedir el nido de fideos porque ya eran las diez y no convenía una digestión pesada el día del estreno en una ciudad nueva, en un teatro lleno y abarrotado; con un firmamento entero vigilando desde el techo del teatro.
Ser veterana en teatro, ser veterana en televisión o cine no te aseguraba nada, cualquiera de ellas lo sabía; sabía que el mundillo del espectáculo te ascendía o ahogaba a una velocidad vertiginosa. Como cuando algunos periodistas despistados preguntaban cuánto tiempo llevaban alejadas de la gran pantalla si apenas dos meses atrás habían estrenado una película. Lo mismo les sucedía con Los hijos de Kennedy, las críticas eran favorables y desfavorables a partes iguales: reconocían el gran trabajo de los actores y actrices pero otros decían que la obra fallaba. Una obra que trataba de la memoria, de tiempos pasados y recuerdos.
-Aquí la gente sólo se acuerda de una cuando sale en la tele.
-Mujer, no digas eso. Hay de todo. Mira en Albacete, teatro lleno.
-Bueno, veremos cómo se da.
En ese momento, la puerta se abrió de nuevo, no paraba de entrar gente sin molestarse en reconocerlas. Dos adolescentes de poco más de 17 años se sentaron a su lado en una mesa chiquitita. Pidieron dos menús a Tomás, dejaron los móviles sobre la mesa y siguieron mirándose a los ojos con la frescura y descaro de la edad en la que nada más importa.
Las chicas se hicieron señas, el arroz se les enfriaba en los platos de Duralex.
La adolescente se embelesaba con las historias del adolescente, que no paraba de memorizar cada rasgo de su chica, cada curva de sus ojos, cada pliegue de su sonrisa, hasta el más leve brillo de sus dientes. Se cogían las manos por encima de la mesa mientras esperaban su cena.
Las actrices llevaban mucho tiempo interpretando Los hijos de Kennedy, una metáfora de la memoria y el recuerdo. Al mirar a los adolescentes se vieron a ellas mismas en los 80, en los 90. Como un tirabuzón mental de muchas obras, muchos teatros, cientos de escenarios.
Sonrieron como bobas, desde la distancia, y pidieron la cuenta sin apenas levantarse de las sillas. Tomás respondió que a tres de las mejores actrices de España las invitaba la casa.
FICCIÓN.