La sanidad en Castilla-La Mancha se desangra

Viaje al centro de recetas

Miguel Ventayol

Me gusta la puntualidad, me han educado en llegar a tiempo a los sitios, incluso en esos cinco minutos de cortesía con los que descansar, reposar y comprobar el sitio, la gente, sentarme, disfrutar de la visión y el paisaje urbano, respirar con paciencia, sin prisas.

Es lo que suelo hacer cuando voy al médico, sea para unas recetas, sea para algo más inquietante como no poder respirar, o no poder tragar alimentos sin sufrir aguijonazos en el pecho.

Me gusta la educación y la discreción, me han educado en la amabilidad, confiar en las personas; confiar en que quien hace un trabajo, lo hace de la mejor manera posible.

Llegué al centro de salud y me adormecí en el asiento por culpa de las pastillas de la alergia, empecé a disolverme, dejando la mente en blanco para arrastrar el tiempo al ritmo de mi respiración, con paciencia, sin prisas.

Pasó la hora asignada por teléfono. Sin problemas, una cosa es la educación y otra la costumbre: mi cuerpo y mi mente, como la de cualquiera, están acostumbradas a que la puntualidad sea cosa de ingleses y alemanes.

La puntualidad es la meta a la que quisieran llegar las personas desorganizadas, como los españoles. Esas mismas personas a las que siempre les surge algo, las que disponen de excusas para cualquier asunto.

Pasaron diez minutos y las cuatro señoras a mi alrededor comenzaron a explicar sus avatares sanitarios: es una tradición, otra más de las sanas costumbres manchegas, de las que se aprende tanto como en la mejor literatura.

Primer debate: los horarios, «¿a qué hora llevaba usted, no era usted de menos cinco, yo era de menos siete, llevamos casi la misma hora, cómo es eso posible?»

Cotilleo, segundo debate: «¿Cómo se encuentra tu madre, tú no eres de la Angelita, lo tuyo del ojo va mejor, no?»

Tercer debate. Las vacaciones pagadas: Que te llamen del Servicio de Salud de Castilla-La Mancha y te den cita para el médico… de Madriz.

-Mira, llevo tres años esperando y qué quieres que te diga. Yo me voy. Estoy que casi no puedo andar. Me han dicho que te tratan muy bien las monjitas del hospital este.

-Y, ¿si no te operan bien?

-Seguro que en Madrid operan mejor que aquí.

-A mí me han dicho que son los mismos médicos de Albacete.

-Eso es imposible, eso sería de tontos. Quita, hija. Allí operan mejor que aquí cien veces. A mi vecina se lo han hecho y la han dejado de maravilla.

-Pues yo no sé qué hacer. Yo necesito que me operen y la chica del teléfono me dijo que o me opero o me sacan de las listas.

-Cómo te va a decir eso, ¿es que no tenemos derechos?

-Sí, derecho tengo, a que me operen en Madrid, JA JA JA. Bien claro me lo dijo la chica del teléfono.

-Entonces, no sé qué hacer. Si voy me operan, aunque sea mal. Si me quedo, no me hacen .

En los 70 y 80, cuando te ponías malo, o cuando tenías que dar a luz, te venías del pueblo a Albacete a que te viera el especialista. Si tenías dinero, te ibas a Madriz o Valencia, por si acaso. Porque los médicos de Albacete eran médicos de pueblo, malos, malos a rabiar, tan malos que circulaban todo tipo de historias tremendas: la del médico que se equivocó y cortó la pierna que no era. La del médico que se equivocó y dejó las tijeras dentro.

¡Mejor ir a Madrid! Donde no hay fallos. Al parecer, ir con el dinero por delante es sinónimo de las cosas bien hechas. Si tienes dinero, claro.

El médico me atendió cuarenta minutos más tarde, y la culpa no era suya, porque amable es amable hasta donde le llega la personalidad.

Me fui con las recetas y me fui a control a una citar para el especialista. Me pidieron los datos, comprobaron el ordenador, me miraron con cara de «ay, hijo mío, a quién se le ocurre tener alergia en primavera», y me dijeron:

-Ya te llamará alguien.

Salí a la calle con las palabras resonando en mi mente como una oración mal aprendida en catequesis. Recordé la resignación cristiana y me convencí de que la alergia pasaría ella sola… en cuanto pasara el verano.

El sol apretaba pero el viento era tan agradable que casi no presté atención a la alergia que me impedía respirar. No puedo respirar, un inconveniente menor pero el aire es tan agradable que respiro con fuerza, quizás al 60% de mi capacidad pulmonar, con pitos, ruidos chistosos y mucho esfuerzo.

-Ay, hijo, ya me han atendido, hoy sólo han sido 50 minutos.

-Pues al final me voy a Madrid. Y fíjate, me llevan, llevan a mi marido y nos traen de vuelta. Y lo que necesite, me voy al Rosario, a la privada, como las ricas.

Palabras como un eco difuso, resuenan. Como la frustración de mi amiga. Se desangra, en urgencias le dicen que no es para tanto a juzgar por el nivel de sus analíticas.

Asumen sus quejas, recogen su reclamación y la amontonan justo al lado del montón de papeles de «cosas por hacer» y le dicen que ya la llamarán.

Mientras tanto, «pues ponte la mano para que la sangre no siga brotando». Eso es de primeros auxilios básicos.

Mientras tanto, censuradas por mí mismo, historias de familiares y amigos que me ruegan que no cuente lo suyo, su historia personal, por si en el SESCAM se enterase alguien y les quitara la cita, les quitara el puesto de trabajo, o provocase que el resto de sus compañeros en el Hospital o en el partido la mirase con ojos turbios, cargados de sangre.

Como lo están ahora mis ojos, gracias a un elemento del aire que desconozco, al parecer se llama polen, se cuela por tu sangre y provoca que no puedas respirar.

Pero eso son cosas secundarias, lo importante es que conseguí las recetas. Lo importante es que mi amiga no está muerta, desangrada a las puertas de urgencias. Lo importante es que el médico del centro de salud atendió a las cuatro mujeres con amabilidad y profesionalidad.

 

 

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