En los malos momentos...

Recios como chaparros

Miguel Ventayol
Hace mil años, en un lugar turbio y grisáceo como el Villarrobledo de los años 80, falleció el abuelito de un amigo mío, tan querido él y tan querida su madre, que sentí el golpe en el interior de mí mismo. Ver las lágrimas de los amigos es entender las lágrimas propias. Las que cayeron, las que caen y las que se agolpan tras las pestañas.

Me escondí entre mis canicas, me camuflé tras mi pelota de fútbol y los cromos de la Real Sociedad; nadie me había enseñado cómo llevar el dolor, cómo afrontarlo y ponerle a la vida buena cara.

Mi mamá se acercó y me dijo si no pensaba ir a jugar con mi amiguito y yo dije que no, no podía ir a una casa bajo los rigores del luto cristiano. Ella no se enfadó aunque habló con ese tono cariñoso y educativo que tienen las madres:

– Los amigos están para estas ocasiones. Los amigos de verdad están para los momentos malos.

Así que mi mamá me ayudó a hacer la cartera y me fui a dormir a casa de mi amigo, a pesar del luto, a pesar del dolor.

Para mi sorpresa no había curas sombríos, ni fantasmas, velones por las escaleras, sino caras hinchadas de llanto que se abrazaban a las miradas infantiles, agradecidas al encontrar un desahogo momentáneo en un invitado, en una cena compartida en la cocinilla y la eterna frase de una madre que no era la mía pero como si lo fuera:

– A dormir pequeños, que tengáis dulces sueños.

Supongo que los dulces sueños aparecen cuando eres niño, cuando eres adolescente y, a escondidas, ruborizados, cuando te haces adulto. De ahí que la generación de los aniquilados por la crisis nos amarremos con angustia a la adolescencia, para no perder nuestros dulces sueños.

La muerte aparece a diario, sólo tienes que prestar atención a las campanas de las iglesias.

Hace apenas unos días falleció el abuelito de otros buenos amigos de la infancia, tan buenos que los llamo primos. Tan buenos que me duelen sus caídas como si me despellejara mis propias rodillas. Desapareció bien cuidado en el Hospital General pero luego los ladrillos y el yeso fueron ocultando el espacio dedicado a la eternidad de aquella buena persona.

Mi mamá no tuvo que decirme cuál era mi lugar porque, aunque lento, algunas cosas consigo aprender por el camino. Tengo suerte de que la mayoría de los caminos de la Mancha son diáfanos, con mucho espacio para mirar hacia delante y apenas unos chaparros moteando el horizonte.

He aprendido que para tomar unas cañas solo tienes que salir a la calle, en verano más, y si tu bolsillo es neoliberal, tendrás tantos amigos como duren los billetes.

Pero a tu lado, cuando los ladrillos de los muros se alzan sobre ti, apenas encontrarás voces similares a epitafios. Desaparecerán las voces animosas, las risas a destiempo, los apretones de manos y los chistes y gracietas.

Apenas divisarás un chaparro, con su sombra de siesta, donde cobijarte, arroparte y mirar al horizonte con la fortaleza que da saber que tienes raíces, tronco y ramas ofreciendo lo mismo que ofreces tú cuando algo o alguien te necesita.

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