Imagen sociológica en febrero de 2015

Una mañana cualquiera en el Centro de Salud

Miguel Ventayol

Una señora de 85 años mira de reojo a izquierda y derecha del pasillo del centro sanitario, no se fía de nadie. Pero su mirada se centra en la puerta de enfrente que se abre a intervalos de quince minutos.

—Se me puede colar alguien, hijo—dice con voz dulce. Sus ojos no indican dulzura alguna.

La gente se apretuja en los pasillos, no hay asientos para todos.

Una madre da el pecho a su hijo, a nadie sorprende. A su lado un adolescente juega en una tablet a un juego indescifrable mientras su madre, una cincuentona muy arreglada, juguetea con el móvil. Un poco más allá, una chica lee un libro, con su papel y todo. De pie, a escasos metros, otro joven lee un ebook, más liviano y moderno.
El tipo más moderno del pasillo abre el portátil, se calza sus auriculares y comienza a ver series, sabe que le dará tiempo al menos a un capítulo de Los Soprano. Es tan moderno que puede comentar aspectos del guión que pocos conocerían en un centro de salud del Servicio de Salud de Castilla-La Mancha.
La mayor parte de las personas habla entre ellas o con sus teléfonos.

—He comprado dos palomos, 300 euros cada uno, pero es cosa de verlos. Vente este fin de semana—dice un solterón jubilado a un jubilado viudo.

—¿Sigues viviendo con tu hermano?—Le dice, prueba de que o no se llevaba bien con él o hace tiempo que no hablaban.

—No, mi hermano se fue a Palma. Tengo dos palomos nuevos estupendos, uno de ellos negro. EL otro día, el Enrique le robó uno a su amigo, es increíble, ¡si cazan juntos! Y le roba un palomo en sus narices.

—Eso no se hace.

—El Enrique es un sinvergüenza.

Pasan los minutos, los diez minutos y los cuartos. Salvo la octogenaria, nadie mira la puerta, cuando llegue habrá llegado el turno, al médico se va con paciencia y con algún entretenimiento.

El niño llora porque tiene que llorar hasta que se duerme al calor del pecho materno.

El adolescente tamborilea con el pie, presa de su propia impaciencia. Su estupenda madre lo calma poniéndole la mano sobre el muslo, ninguno de ellos levanta la mirada de la tablet ni el móvil.

—Esta vida enseña a tener paciencia —me dice un señor con bigote y barba de dos días. Sus ojos me indican, me aseguran y me confirman que a pesar de la sonrisa amable, su cuerpo y su salud sufren de manera descarnada. Pendiente de un análisis, un diagnóstico benévolo, pendiente de un hilo.

—A ser paciente y aprovechar las cosas buenas de la vida, por pequeñas que sean.

Los pasillos siguen abarrotados.

miguel ventayol