Ensayo del profesor Muñoz Machado

A propósito de Cataluña, porque soy un «traidor» y un «pesimista»

Jesús Perea

Cataluña y las demás Españas es un ensayo del profesor Muñoz Machado, uno de los mejores expertos en Derecho Administrativo que tenemos en nuestro país. Ha sido mi lectura veraniega, lo cual dice poco de mi verano. La mayoría de la gente prefiere entregarse a tramas livianas, novela negra, histórica o alguna de las sagas que pulula por el mercado de los best sellers. Algo con lo que maridar brisa marina y  liviano apetito intelectual, fácil de digerir entre chapuzón y siesta post-arrocera.

Pero vista la proximidad del 27 de septiembre, el día de las elecciones-plebiscitarias-casi referendum-lo que sea, en Cataluña, me atraía la inmersión en el debate soberanista desde un punto de vista más sosegado y reflexivo. Un poco más teórico y jurídico que político, alejando el objetivo de las proclamas simplistas y los enunciados tuiteros que sólo sirven para enmarcar titulares ruidosos.

Terminado el ensayo, me asalta la idea de que soy un traidor a España y a mi región, Castilla-La Mancha y un pesimista, por cierto.

Soy un traidor porque proclamo, como el profesor Muñoz Machado, la necesidad de cuestionar la inquebrantable fe en el café para todos de 1978, aquel por el que nuestra intangible Constitución -intangible, salvo mandato de Merkel- pretendió disimular el problema catalán en medio de la «autonomización» general de un país que carecía de tal tradición.

Esta especificidad constitucional catalana me convierte en un traidor, por cuanto supone cuestionar los dogmas del tipo «no ha nacido un conquense que sea menos que un catalán…». Efectivamente, un servidor, legalmente conquense -por avatares administrativos- no se siente inferior a un fulano nacido en Cornellá. Pero, ocurre que el de Cornellá no quiere ser español y yo sí. Y no voy a fusilarlo por ello, o a ponerle una pistola en la cabeza para que se emocione como yo con aquello que no siente como propio, o para  que deje de hablar la lengua de sus antepasados o colgar esteladas de su balcón.

Y tendré que actuar en consecuencia, si acaso, reconociendo que el vínculo normativo y competencial de mi comunidad autónoma con Madrid no debe tener los mismos mimbres que el catalán. Decir esto, insisto, me convierte en un traidor, renegado de mi tierra y entregado al catalanismo separatista.

Y soy un pesimista porque, de acuerdo con el profesor Muñoz Machado, ni la declaración unilateral de independencia ni el supuesto derecho a decidir -ejercido directamente o a través de unas plebiscitarias como se pretende- tienen encaje constitucional. Y puesto que el sujeto político de la soberanía nacional no es el pueblo de Cataluña, sino el pueblo español en su conjunto, tendrá que haber un pronunciamiento en referéndum de todo el estado español, y no sólo de una parte del mismo, como es Cataluña.

Afirmar que este proceso  -que exige reforma del estatuto de Cataluña y simultánea reforma de la Constitución para recoger la especifidad catalana en la misma, con posterior referéndum en el conjunto del estado para este particular- sea viable y factible en esta España de requiebros cortoplacistas y políticos tertulianos en prime time, me convierte en un iluso.

Por eso soy un pesimista. Porque no hay cuajo para sacarlo adelante.

En un proceso como este, sembrado de minas por doquier, surgirían mil tentaciones populistas en cada territorio. Los aparatos de los partidos mimetizarían el temor aldeano a ser menos que el vecino catalán y no dejarían escapar la apetitosa pieza del conflicto territorial, aun con fines bastardos.

Para apuntalar baronías o excitar instintos; para conquistar voluntades agitando la bandera de la discriminación y conquistar portadas en medios conservadores, encantados de  dar voz a versos sueltos de la izquierda en el debate de la unidad nacional.

Cuando en 2006 nos cogió la fiebre por la reforma estatutaria, aquella por la que todos nuestros males iban a solventarse a  golpe de norma jurídica, todas las comunidades autónomas miraron de soslayo a Cataluña y su Estatuto. O sin soslayo y disimulo, directamente. Pidiendo copia del proyecto para hacer un obsceno corta y pega, que a estos efectos, bastaba con eliminar la palabra Cataluña y sustituirla por «Valencia» o «Andalucía», por citar los ejemplos de vanguardia. El caso valenciano es especialmente sangrante, por cuanto el artífice de la estrategia era Camps, el de los trajes, la Gürtel y Correa. Síntesis perfecta del nivel del estadista envuelto en la bandera del patriotismo aldeano y caciquil que con una mano agita los instintos y con la otra destroza una región entregada al bandolerismo de cuello blanco.

En la vorágine del, «lo que tenga Cataluña en su Estatuto lo tenemos que tener todos en el nuestro» hubo quien en la copia del marco competencial catalán se atribuyó en sus borradores de Estatuto potestades en materia de puertos, llamativo porque esa región, que yo sepa, no tenía salida al mar. Consecuencias del corta y pega.  Y lo vieron estos ojos, por cierto.

La causa de la sinrazón y el enfrentamiento a tiros tiene devotos partidarios a ambos lados. Los hay que, como Espatero decía, «prefieren bombardear Barcelona cada cincuenta años para mantenerla a raya». Y en el otro lado, pancatalanistas herederos del nacionalismo de pistolas que pretenden expedir pasaportes catalanes a valencianos y mallorquines como paso previo a una anexión que, quién sabe, podría terminar con Caudete en manos de esta nueva Corona de Aragón.

Cuesta encontrar la virtud del equilibrio en un debate sometido a tantas pasiones como las que estimula la agitación de la bandera y el terruño. Pero más allá de tales estridencias, tendría que haber altura de miras para entender que España no puede estar eternamente pendiente de sus costuras.

La solución estaría, idealmente, en la senda federal. Pero no limitada a un mero cambio de nombre, en el que suplir el término, «autonómico» por «federal», que es el camino por el que optan quienes quieren abrir terceras vías políticamente correctas. Sino en una clarificación competencial de rango constitucional, que laminase el abyecto Título VIII, incorporase a todas las comunidades autónomas por su nombre a la Carta Magna y reconociera, honestamente, las particularidades propias de un territorio en el que, lo queramos o no admitir, hay un encaje problemático con el estado que merece un tratamiento diferencial.

Si esto me convierte en un traidor a Castilla-La Mancha o a España, asumo con gusto el capirote. Porque en mi fuero interno no dejo de pensar que asumir esta realidad es el mejor servicio que se le puede hacer a España, ese país que es el mío, y cuyo nombre tantos invocan, henchidos de patriotismo mientras reprimen, para sus adentros, la idea de que Barcelona tiene que ser bombardeada cada cincuenta años.

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