De banderas que tapan vergüenzas

‘España camisa blanca de mi esperanza…’

Jesús Perea

Dice Fernando Trueba que no se ha sentido español ni cinco minutos de su vida.

Imagino que es el síndrome del artista premiado, necesitado en todo trance de decir algo original, trascendental, en el momento de recoger un premio como el que le entregaba el ministro de Educación del Gobierno de España. Quiero creer que es el lícito impulso ególatra de todo hombre de la cultura, puesto en la tesitura de decir algo ruidoso en tal ocasión, algo que no se haya dicho antes o que mueva a la controversia.

Tampoco es que sienta como Rajoy, que «hay que tener fe en España, porque está llena de españoles y eso es una cosa muy seria», como dijo el presidente el día que presentaba sus memorias.

Entre el vacuo internacionalismo exquisito del artista tocado por emociones solo al alcance de espíritus puros -que le lleva a extasiarse con melodías compuestas por un francés o un austríaco, o a deleitarse ante la contemplación del barroco italiano o la pintura flamenca- y la sintética memez parida por el presidente para apelar a la raza hispánica, hay un hueco, casi una sima, que define a dos nociones de España producto de la Historia, pero también de las renuncias y avaricias de tantos como nos precedieron en este martirizado terruño.

Renuncias como las de la izquierda, que se dejó arrebatar el concepto de España, al que adornamos en nuestro subconsciente de rojigualda, panderetas y peinetas. A empujones, o aún peor, a culatazos, aprendieron nuestros abuelos que solo había una idea de España, una y trina, con olor a sacristía, regusto a carajillo y apego al orden. Murieron por el camino otras ideas de España, incluso el mismo concepto, la propia palabra, vejada y acartonada con el soniquete cuartelero de los militares perjuros, que invocaron su nombre con bastardas intenciones y nefastas consecuencias. Tan grande fue su avaricia en la apropiación de España como temeraria la renuncia que de la misma hizo lo que -de ahí en adelante- se acabó por creer que ciertamente era la «anti-España».

Lo que Trueba y otros nihilistas de la gauche divine encarnan es la huída hacia adelante. El escapismo malencarado ante los hechos consumados, ante la evidencia de que tras la idea difunta de la otra España posible, la que se encaró en su origen contra Trento y sus contrarreformas. La que plantó cara al atraso endémico vestido de tradición y forjó una ejemplar tradición liberal y constitucional en 1812, ya no queda más esperanza que la del internacionalismo sibarita.

Y como la naturaleza aborrece el vacío, nuestro silencio allanó la tarea para los ocupantes del concepto abandonado. Los que tiraron con saña de la bandera para cubrir sus vergüenzas y dejar al resto en la testitura de la orfandad, el exilio y el olvido. Construyeron sus mitos y leyendas. Emparentaron Iberia con el reino de una virtud tozuda, numantina, imperial, cruzada y orgullosa de caminar a contracorriente. No otra cosa sino eso, era la apelación franquista a la reserva espiritual de occidente.

Cataluña debate estos días si también huye de España y ahonda en el vacío. De la España que tuerce el morro cuando oye hablar en catalán. De la que azuza los espantajos secesionistas para ganar escaños a cambio en la sobria Castilla. Aunque sea construyendo su propia retórica de mentiras, mitos y leyendas, cobijando nuevas vergüenzas en paños y banderas con la estelada. O mancillando la historia, cuando gentes como Junqueras conmemora la muerte de Companys con un lamento tuitero, que señala a España al frente del piquete de ejecución, al tiempo que, con ello, absuelve al verdugo. Al de Companys y al de muchos miles que lucharon por otra España.

Yo, como Trueba, no sé lo que es ser español. No tengo una idea sintética, ni falta que me hace.

Pero sí sé lo que es la ausencia. La involuntaria, la no querida ni pretendida. La que duele; no la que se cobija en las vaharadas de placer que otorga la contemplación del arte mundial como única tierra de paladares tan exquisitos que, por no necesitar, ni necesitan de una patria tangible y vulgar.

Y desde la izquierda, o lo que quede de ella, me he negado siempre al vacío internacionalista, al elitista reducto etéreo del que renuncia a la tierra que lo parió porque lo considera demasiado paleto y mundano. En algún lugar perdido de mi subconsciente permanece el vínculo invisible con mi tierra. Con algo de irracionalidad provinciana seguramente, pero desprovisto del carácter místico y teresiano con el que el presidente del gobierno apela a la españolía como «cosa muy seria».

Y así le va, por cierto. Puede que gane elecciones; y puede que pierda España por el camino.

Ser español no es ser mejor ni peor que ser francés o italiano, aunque les ganemos al baloncesto, al tenis y al fútbol. Y puede que tenga razón Trueba, cuando dice que mejor nos hubiera ido si la Guerra de la Independencia no hubiera terminado como acabó, con Fernando VII asentando sus miserables posaderas sobre un pueblo que se humilló en la renuncia a la libertad.

Pero por muchas perrerías que la historia me haya hecho; por muchas batallas que haya perdido por el camino; por atractivo que resulte el exilio global del español errante desprendido de tal condición para maridar con la belleza que no conoce fronteras, nadie me va a condenar a renunciar a la idea de España.

Que no es ni la de Rajoy y sus simplezas raciales irracionales, ni la del artista elevado que ha trascendido por encima de los mortales y que no es otra sino la simple negación de España. Ni tampoco, huelga decirlo, la carpetovetónica imagen que de mí como español, construyen catalanes que también reinventan la historia a beneficio de inventario.

Dejó dicho Renan que, «una nación era lo más parecido a una suerte de plebiscito cotidiano invisible de convivencia, sin que factores raciales, religiosos o incluso lingüísticos tuvieran mucho que ver en ello».

En ello me reconozco. Y en esos hilos invisibles de convivencia, tejidos a base de derrotas, frustraciones y miserias, tan livianos como opuestos al lucimiento exhibicionista de la rojigualda en muñequeras, polos y palos mayores de la plaza del pueblo, en alardes de patriotismo huero que empequeñecen ante el blanco limpio de la camisa de mi esperanza.

Llámame tonto, Trueba pero yo, sí me siento español.

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