«Simplicidad, Clarice. De cada cosa, pregúntese qué es en sí misma, cuál es su naturaleza. Lea a Marco Aurelio, primeros principios. Simplicidad, Clarice».
Confieso que no leo a Marco Aurelio con regularidad, qué le voy a hacer. Así que antes de tirarme el pegote, les diré que la cita corresponde a otro clásico como el de las meditaciones del filósofo emperador, pero de nuestro tiempo. Hannibal Lecter, en «El silencio de los corderos».
Oportuna me parece la búsqueda de la simplicidad en estos tiempos de complejidades inventadas. Si lo llevan al terreno político, que es de lo que uso y abuso en esta columna quincenal, ahora que entramos en periodo electoral, les pediría que trasladaran las palabras del sabio del siglo III al tiempo presente. Ciertamente no está amenazado nuestro imperio por los bárbaros del norte, ávidos por forzar nuestras fronteras, quemar nuestras cosechas y violar a nuestras mujeres, como en tiempos de Marco Aurelio.
Nuestro imperio, el de la gente corriente, se limita a que ese catálogo de gestos cotidianos, que asociamos al bienestar conquistado después de diez milenios de evolución, funcione sin sobresaltos ni cortocircuitos. A que la vida que consumimos y que queremos dejar en herencia a nuestros hijos transcurra sin los brutales sobresaltos que hasta sólo tres generaciones eran costumbre en Occidente y que todavía no hemos desterrado del todo de tantas regiones de este malhadado planeta.
La década perdida de la crisis deja secuelas. Nos ha hecho vulnerables, conscientes de nuestra endeblez. De la ilusión de un bienestar construido con crédito bancario en la confianza de que tal crédito respaldaba valores siempre crecientes. Como la vivienda. Compra, que la casa nunca pierde valor. Como los servicios públicos, siempre garantizados, nunca menguantes. Como las pensiones, tan seguras como la muerte para una generación que creyó expiar todos sus pecados con una guerra mundial.
A la política de nuestro tiempo ya no se le pide épica. Solo sentido común.
Soy el primero en aborrecer tal tautología, la del sentido común, una obviedad que se alimenta del mismo discurso que el presidencial dechado de oratoria en torno a las tazas y los vasos. Tantas veces escondite de la mediocridad y la ausencia de principios, excusa para camuflar la falta de ideas, la capacidad de soñar mundos mejores.
Pero a fuerza de palos, esta generación ha alcanzado a entender que debajo de los adoquines, puede que no haya ninguna playa.
Ni falta que hace, porque sólo quiere un suelo. Y un techo. Del que se desprendan a puñados, si se quiere, los trozos desconchados de un pintura reseca que no cubre ni las manchas de humedad de los muros fríos que apenas podemos caldear.
Pero un techo a fin de cuentas, para quienes tan cerca han estado de perderlo en estos años de plomo. Si dejo de soñar y con ello me convierto en una oveja más del rebaño, que no culpen de ello a mi corazón pequeño burgués y entregado al capital. Mientras soñaba con un mundo mejor, la vida pasaba y asentaba un mundo mucho peor. Esa es la tragedia del marxismo para la izquierda. Que se convirtió en una religión tan opiácea como la otra. Que nos adormeció en la esperanza de un mañana fraternal mientras el presente consciente era colonizado por los que supieron mantenerse despiertos en tal trance.
Me basta con que el grifo se abra y de él caiga el agua. Con que pueda pagar un precio sensato por la luz que preciso para calentar mi casa. Con que, el día que las fuerzas me fallen, haya alguien al otro lado del teléfono para atender mi llamada de auxilio. Con que haya un maestro motivado en el empeño de darle a mis hijos una formación que les ayude cuando tengan que valerse por sí mismos.
Ya no quiero grandes palabras, ni proyectos faraónicos que prometan un mañana de esplendor para la tierra que me vio nacer. Llevaos vuestros aeropuertos de La Roda y fábricas imaginarias de coches de fantasía de Almansa. Ilusiones de cartón piedra alimentadas por buitres carroñeros que corrompen voluntades y pervierten a las gentes sencillas.
No quiero un futuro de promesas evanescentes. Quiero un presente banal, repleto de normalidad cotidiana. Sin desafíos ni atajos para dorados imaginarios. Sin saltos ni sobresaltos. Con el discreto encanto de la previsibilidad gris y ordinaria. Que ya me encargo yo de darle el color que precise mi vida.
Dadnos la base. Una simple base. Un suelo repleto de fríos adoquines sobre el que edificar una existencia discretamente banal. Pero no nos invitéis a soñar con mañanas esplendorosos. No me pidáis que busque la playa, ni que sueñe con lo imposible. Han sido demasiados desahucios, demasiadas humillaciones, demasiada corrupción, demasiados recortes, demasiadas mentiras, demasiadas injusticias.
España, Castilla-La Mancha, Albacete, no necesitan una revolución tecnológica, ni una macroinversión en infraestructuras de última generación. La primera descansa en valles lejanos que no se van a dejar comer el terreno por muchos campus que inventemos para tal propósito. Y de las segundas… mejor no hablar. Que no por mas kilómetros de autovías vamos a ser más productivos y atractivos para los inversores internacionales.
No estoy planteando un retorno a las cavernas. Ni una política de conformismo y aceptación de los últimos vestigios que quedan en pie del, a medio desmantelar, estado del bienestar. Solo pido a los grandes actores políticos que no prometan un mañana fraternal. Ni una revolución productiva que nos convierta en el nuevo Napa Valley del vino, el Rotterdamm de la logística o el Sillicon Valley de las startups.
Simplicidad. Buen gobierno. Transparencia. Honestidad. Decencia.
La discreta y anodina normalidad nórdica que provoca cierto aburrimiento, previsibilidad y atonía.
De lo otro, de arrancada de caballo y parada de burro, tan tipicamente mediterránea, ya hemos tenido bastante en estos años de pelotazos urbanísticos, fábricas ficticias de coches que nunca llegan o aeropuertos fantasma que envenenaron la conciencia de la gente.