Jesús Perea en su viaje de regreso a Londres

España no es reformable

Jesús Perea

¿Es España reformable? Me hago la pregunta en el avión que me trae de vuelta a Inglaterra.

El aparato, tras callejear por las laberínticas pistas del aeropuerto, se detiene por unos segundos. Son esos instantes de motores en aceleración previos al despegue, en un crescendo que, no por conocido, deja de sembrar un punto de inquietud en el pasajero.

Lanzo un último vistazo por la ventanilla. Estoy en el lado izquierdo del aparato, junto a una pareja de despreocupados jubilados ingleses, de Norwich, que ocupan los asientos central y de pasillo. Tienen ganas de conversación. Las que a mí me faltan, porque al menos ahora, lo que quiero es mirar al exterior, apurando hasta el último segundo las imágenes de un país, el mío, al que vuelvo como los despreocupados jubilados de Norwich. De vacaciones.

En esas estoy concentrado y prematuramente melancólico, cuando veo por la ventanilla la inmensa cruz blanca del cerro de San Miguel. Es parte del término de Paracuellos del Jarama, que linda con las pistas de la T4, y en su base se levanta el cementerio célebre de los mártires de la Cruzada. Los fusilados en las sacas de noviembre del 36, en una matanza salvaje que durante años se erigió en recordatorio interesado contra las otras, las de las fosas silenciosas en cunetas miserables. La gigantesca cruz se abraza al lateral del cerro, adquiriendo una dimensión casi tridimensional. Un último recordatorio para millones de pasajeros de Barajas camino de otras latitudes. Pocos -estoy seguro- conocen el significado de la presencia de la cruz en ese cerro.

El avión devora la pista, ganando velocidad para levantar el morro. Me cuesta apartar la mirada del cerro de Paracuellos. Junto a la T4, una de las obras más caras y ruinosas de la reciente historia de despilfarro patrio, lo viejo se marida con lo nuevo. La Guerra que libraron nuestros antepasados entre sí, se hace presente entre toneladas de hormigón y arcos futuristas con los que se armó un aeropuerto que ha ido perdiendo pasajeros a espuertas en los años recientes de plomo.

La España posible se enterró en ciudades de las artes, aeropuertos sin aviones y terminales infrautilizadas. Ahora que el avión coge metros, empieza a virar a la derecha, justo sobre la R2, una de las radiales rescatadas por infrautilizadas. Vacía de coches, como siempre. No importa. Paga usted, que está leyendo estas líneas en el tedio matutino.

Al coger altura, un tenue banco de nubes me recuerda otras brumas visibles y previsibles sobre un horizonte que no termina de clarear. Por mucho que la economía crezca y el paro se reduzca, la tasa de ocupación es inferior a la de cuatro años. Yo, y otros muchos como yo, deberíamos estar por aquí, en vez de andar por otras latitudes, pagando la jubilación dorada de mis despreocupados vecinos de asiento, domingueros ocasionales que tiran de poderío a cuenta de una libra valiosa. Me da por pensar que si ahora, con el crudo por los suelos y un euro débil, España no es capaz de despegar, no lo hará nunca. Nunca al menos con el brío necesario para recoger a los que la crisis ha desahuciado. De sus casas y de su espíritu.

Porque para eso, para realojar a los ausentes y a los que se quedan pero no salen a la calle, haría falta un calendario de reformas que en España nadie se atreve a acometer. Y no de las que se anuncian, sino de las que realmente se acometan.

Tengo la secreta convicción de que España es irreformable porque la tarea es tan abismal que nadie está dispuesto a asumirla de forma sincera. Una cosa es articular discursos sobre constitucionalización de derechos, transparencia, laicidad, federalización, despolitización de la justicia, reforma del Senado o modernización de las diputaciones; y otra bien distinta, llevarlos a la práctica, desmontando inercias y cambiando rutinas en partidos, instituciones y resortes de poder. Todo un microsistema que, como la democracia española, va tirando. Con achaques, pero va tirando.

El viento divino de la regeneración propaga este tiempo de ansias infinitas de reforma. Pero a la hora de la verdad, el cambio se hace puramente cosmético. Como las toneladas de asfalto precisas para levantar la futura T5 en Barajas y ampliar el aeropuerto en cuanto alguien se venga arriba a cuenta de cuatro indicadores positivos. Cuestión de tiempo.

No, España no es reformable. Se irán remozando infraestructuras con capas de reasfaltado; vestiremos de modernidad hipster nuestras recientes pasiones culinarias, pasando del gin tonic de diseño al pan de diseño; una reinvención de chapa y pintura, como las normas que publica el BOE. Como si una Ley de Transparencia en vigor bastara para terminar con la opacidad.

El avión enfila hacia el norte. Un inesperado y breve claro en plena ascensión, ofrece el último vistazo sobre las faldas de la sierra de Madrid. Allí abajo, levantó la buena sociedad capitalina sus chalets de retiro dominical, para que los chicos del Pilar, del Colegio Británico o del Alemán, jugaran a las canicas en los 60, despreocupados por saberse herederos de estirpes que se protegen y se perpetúan. Allí abajo, desde la ventanilla, se dibujan fantasmales, las rotondas semidesérticas del pelotazo.

Perfección geométrica sólo apreciable desde las alturas, como la cruz blanca de Paracuellos. La España que es, la de los desarrollos urbanísticos fosilizados, y la que nunca dejó de ser. La del recordatorio de los muertos de parte.

No, España no es reformable. Los doctos en la materia lo llaman «costes de transición». Y son tan elevados, que el sistema se conforma con ir tirando. En España siempre son tiempos de tribulaciones, en los que no hay que hacer mudanza, como reza el dicho. Por lo uno o por lo otro. Porque salíamos de una dictadura. Porque había ruido de sables. Porque la democracia no estaba madura. Porque luchar contra la crisis económica es la única prioridad.

La señal sonora indica que los pasajeros podemos liberarnos del cinturón y transitar por el avión. Trasiego en el pasillo en busca de los aseos y murmullo de azafatas vendiendo comida de plástico en sus carritos con sonrisa artificial y amabilidad impostada.

Yo me quedo en mi asiento. Apurando desde la ventanilla la vista de un país que yace a 15.000 pies, mientras el avión va ganando altura y me da por pensar en cruces de piedra, radiales sin coches y reformas políticas que nunca se llevarán a cabo.

Por la ventanilla, las nubes lo envuelven todo. Y España se desvanece entre ellas.

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