Tengo para mí que no es casual que los españoles vayamos a votar en estas fechas. Que hay, que hubo una intención muy clara del Gobierno en escoger tan atípica fecha.
No es lo mismo votar en octubre o noviembre, ese mes insulso, en tierra de nadie, en el que los propósitos post vacacionales -gimnasio, colecciones por entregas de cosas absurdas o la utopía de aprender idiomas- empiezan a caer en saco roto, fruto de los mismos incumplimientos que reclamamos machaconamente a los políticos. O en enero o febrero, cuando andamos con el bolsillo tieso y la panza llena después del exceso navideño.
En esas circunstancias y en esas fechas, resulta mucho más fácil ser contestatario y votar a los animalistas, al partido del cannabis, a alguno de los emergentes o sencillamente contra el Gobierno, que en estas fechas en las que lo entrañable es volver a casa, olvidar viejas afrentas y, en último término, acudir a votar el día 20 sin gesto agriado, rebelde e indignado por el recuerdo de la corrupción acumulada como la mugre en las cloacas del sistema.
En estos días entrañables de abrazos, villancicos, cenas navideñas de empresa -el que tenga trabajo- y olvido selectivo de las penurias de un año que cerramos a razón de nueva trama corrupta por semana, conviene aparcar el gesto sonriente en el rincón de la memoria insumisa e incómoda para reflexionar si este país tiene razones para el espejismo de la alegría desbocada que se vive en estos días, en los que tiramos, alegremente, los pelillos a la mar por la borda del olvido.
Votaremos en unos días con la amnesia selectiva que lo envuelve todo en estas fechas traicioneras, sin pensar que enero acecha con la guadaña de un desempleo que volverá a crecer más allá de lo tolerable, por mucho que la sangría de 700.000 emigrantes disfracen la cifra de demandantes de empleo.
Votaremos con la desmemoria movida y promovida por todos aquellos que eternizan sumarios y manejan tiempos procesales, los que juegan con los tiempos de la justicia hasta convertirla en la justicia, cuando de corrupción y mangoneos se trate.
Votaremos con la certeza de que Bárcenas no existió. De que los discos duros destrozados a mamporrazos en sedes investigadas por la policía en operaciones de corte anti-mafia, son una invención interesada. De que el 40% del gabinete del que formó parte como ministro el actual presidente del Gobierno del país hace doce años o está en la trena o en proceso de estarlo. Votaremos olvidando que Correa existió, que emputeció la costa levantina corrompiendo alcaldes y concejales a su paso. Sembrando de coca y Moët & Chandon las fiestas en las que se coció la quiebra de una banca que sale indemne del latrocinio cometido a costa de las arcas públicas.
Votaremos, en definitiva, como se vota en Navidad, bajo el espejismo falso de una bonanza que tiene fecha de caducidad, aunque al que la señale en el calendario lo llamen aguafiestas, no vaya a ser que por cenizo no nos toque la lotería, que esa es otra. A propósito. Yo que ustedes, prolíficos jugadores, me animaría a buscar un número con la terminación del número de celda de Carlos Fabra, que lleva un año en la prisión de Aranjuez, lo cual no será óbice para que la fortuna, siempre tan agradecida con las estirpes nobles, le vuelva a llenar los bolsillos al personaje.
Dentro de siete días, España habrá elegido a quién entregar las riendas del gobierno para los próximos cuatro años; puede que menos, por cierto, si las alianzas no cuajan en un ejecutivo estable. Y entonces ya no habrá marcha atrás.
No cabrán más apelaciones a la calle, al pueblo, a la gente. Porque es ahora cuando la gente, la calle, el pueblo, tiene la ocasión de mostrar su verdadera faz. Un rostro marcado por las llagas de una crisis que deja más multimillonarios, pero más pobres a un tiempo. Es ahora cuando hay que recordar con más claridad que nunca, de mirar al pasado reciente y recapitular en conciencia lo ganado y perdido en un tiempo infame.
Porque después del día 20, no se toleran lamentos. La democracia cribará con su guadaña fría, y nos dirá si el griterío de indignación tiene la sustancia que le presumimos cuando vimos el parlamento acordonado y nos acostumbramos a las cargas de los antidisturbios en el mismo Madrid que ahora se inunda con lucecillas bajo la falsa ilusión de una Navidad de cartón piedra.
Enero llegará. Dentro de muy poco. Y entonces no habrá luces, ni cenas de empresa, ni sonrisas artificiales, ni caridad solidaria, ni cuñados cachondos al calor del orujo en la sobremesa del 24.
Hará frío. Subirá el paro. No te habrá tocado la lotería. Y los mismos que te encabronaron durante meses seguirán cortando el bacalao, bendecidas sus corruptelas con el filo de esa guadaña fría que es el voto que no echaste, o que fue a parar a los de siempre, cuando en la soleada tarde de un 20 de diciembre te dijiste a ti mismo, pelillos a la mar. Ese día, cuando en mitad de enero la ventisca mañanera te agrie el gesto y el cielo tenga el color metálico de la rutina de los pobres, no me digas que te arrepientes de lo que votaste. Porque después de recordarte que la democracia es sagrada, probablemente no me queden ganas de gastar más saliva en una conversación que, para mis adentros, termine con un «España no tiene arreglo.»