Cuando se iba a morir, Ramón María del Valle-Inclán pidió que en su alcoba no aparecieran ni curas, ni frailes para administrar los últimos sacramentos. Era la última paradoja de un hombre nacido en una muy católica familia de profunda raigambre tradicionalista y carlista. Confirmado el deceso, a los pocos días un nutrido grupo de la intelectualidad progresista capitalina, le organizó el primero de una serie de sentidos homenajes póstumos al profesor que, en el invierno de su vida, había sido cofundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética.
Lo paradójico es que el viejo escritor, de joven, había abrazado el carlismo más integrista, quizás por herencia familiar, quizás por convicción de juventud; el carlismo de las vetas tradicionalistas, antiliberales y casi feudalistas, lo que da idea del azaroso viaje ideológico del maestro del esperpento que terminó sus días ensalzado por la izquierda más republicana y más izquierda.
La mejor frase atribuida a don Ramón, cuando se le inquiría al final de sus días sobre su pasado carlista, era una que bien podría haber salido de los labios de Max Estrella. «Yo fui carlista, cierto; pero no es menos cierto que lo fui por razones estéticas. La boina roja me sentaba de maravilla«.
En mi pueblo, La Roda, había un bar -creo que todavía lo hay- cuyo nombre no considero oportuno citar. Es uno de esos tugurios mortecinos de clientela fija, en los que el forastero que osa cruzar el umbral es escrutado de arriba abajo, como un figurante que no termina de encajar en la parroquia habitual. Uno de esos antros que orgullosamente cultivan tal fama – la de antro- en el que solían reunirse los estetas de la contestación del pueblo. Los aspirantes a perroflauta, devotos de la estética underground, oyentes habituales de Porretas, Reincidentes y Boikot.
Digamos que hay un bar como el que describo en cada pueblo de España, como hay cuartel de la Guardia Civil, fiestas patronales, matanza del gorrino, señorito mandamás y filántropo aspirante a cronista oficial de la villa. El bar de los contestatarios viene a ser como una covachuela de conspiradores, un reducto numantino contra el casticismo pueblerino. Una válvula de escape de modernidad en mitad de la monótona Castilla interior.
Andaba yo desviviéndome por darme a conocer en mi primera campaña a la alcaldía de La Roda. Izquierda Unida no presentaba lista, y como enfrente teníamos a un alcalde que contaba con 12 de los 17 concejales del consistorio, y el PP no bajaba -ni baja hoy- del 60% de voto en generales, me metí en aquél tugurio para coleguear con alguno de aquéllos parroquianos, que por afinidad generacional y proximidad ideológica, a tenor de letras musicales y ropajes contestatarios, uno consideraba en su horizonte de potenciales votantes.
Después de un par de charlas intrascendentes iniciales entre tercio y tercio, para romper el hielo, me lancé a la arena de lo concreto. Les hablé de que en un pueblo como La Roda, lo revolucionario era mojarse, aunque fuera con unas siglas que a ellos les quedaran aún muy a la derecha. No quedaban lejos los tiempos del GAL, de la Ley Corcuera o de las batallas con los universitarios a cuentas de la Selectividad, lo que jugaba en contra del inocente empeño.
Alguno empezó entonces a tararearme la sintonía del cuervo ingenuo de Krahe, mientras la sensación de que no era bien recibido y de que nada había que rascar en aquél garito empezaba a secarme la garganta a mayor velocidad que la cerveza, de la que nunca fui muy devoto, no alcanzaba a serenar mi torpe esfuerzo en encontrar apoyo en tal parroquia.
Fue entonces, cuando la conversación empezaba a derivar por los terrenos del absurdo, cuando varios de ellos recuperando el aplomo, se me confesaron votantes fieles del PP. Me sentía preparado para encajar un abstencionismo anarquistoide, o un rechazo visceral al socialismo acomplejado de los últimos años de la era González. Solté una carcajada nerviosa, queriendo encajar la broma. Pero aquello iba en serio. Había dado con un reducto de disciplinados duros votantes del PP. El típico target al que cualquier estudioso en estrategia política entiende necesario omitir por la imposibilidad de cambiar sus preferencias de voto, lo que equivale a decir que cualquier tiempo invertido en tal menester es tiempo perdido.
Se hizo un incómodo silencio, preludio de mi estupefacción, acrecentada porque en ese preciso momento sonaba con brío «Sarri Sarri», temazo en euskera de Kortatu, que narra la fuga de dos presos de ETA escondidos en unos altavoces al término de un concierto de Imanol en la cárcel en la que cumplían condena. Banda sonora habitual de todo garito contestatario en el que la rebeldía estética anticipa, teóricamente, a la política.
Cerré la puerta del tugurio y enfilé la calle convencido de dos cosas. La primera, que ahora por fin me cuadraba el número de votos que sacaban mis adversarios en cada contienda, fuera local o estatal. Y la segunda, que no volvería a juzgar las preferencias electorales de los votantes por la apariencia de sus atuendos ni los gustos musicales.
Luego me acordé de Valle-Inclán. Un genio como don Ramón, como los vascos de la margen izquierda del Nervión, tiene derecho a ser lo que quieran o nacer donde les da la gana. Carlista por razones estéticas en la juventud y simpatizante de la URSS en la vejez, en un camino inverso al que emprendemos la mayoría de los mortales, cuando de zagales somos revolucionarios y, de padres de familia, gentes de orden.
Pero Valle-Inclán, el liberal republicano y amigo de la URSS, que en la juventud había sido carlista porque la boina roja le quedaba bien, solo hay uno.
Y sólo los maestros del absurdo como él lo fue, tienen derecho a ser histriónicos y heterodoxos. En los demás, esa absurda contradicción obedece a una horrenda palabra que entonces no existía, pero que ahora es de sobra conocida. Postureo.
Yo perdí aquéllas elecciones, claro está. Aunque saqué en claro que no me iba a dejar llevar nunca más por las apariencias. En la política, la estética es tan mala consejera para quien juzga en función de ella, como para quien alardea de la misma, como si la rasta o el piercing otorgara más razón para la indignación por el sólo hecho de exhibirla o la vestimenta anodina convirtiera a un currante en un carcamal tardofranquista.
Perdí, pero saqué más votos de lo que esperaba. Quizás porque los convencionales ciudadanos de estética conservadora no lo eran tanto. Al menos no tanto como los que cantaban aquello de mucha policía y poca diversión, que aquél domingo salieron del antro-covachuela para votar disciplinadamente lo que les dictaba la tradición familiar, la costumbre o la convicción, que todo es posible. Votar a aquel PP de Aznar, Trillo y Rato, por supuesto.
Fueron, votaron y volvieron al antro covachuela donde, de fondo, seguía sonando Kortatu.