Dijo una vez Felipe González que los ex presidentes eran como un jarrón chino; no se sabe muy bien dónde ponerlos.
Entiendo que se refería a la porcelana de coleccionista, a los jarrones de la dinastía Ming y cosas por el estilo, y no a los diseños deliciosamente horteras del bazar chino de extrarradio.
Sea como fuere, en la todavía relativamente joven democracia española, es apropiado repasar cómo envejecen los ex presidentes, cuál es el relato que de su legado podemos hacer, ahora que encaramos la -por segunda vez en seis meses- apocalíptica jornada electoral del final de los tiempos y hay muchos actores intentando reescribir una narrativa interesada de alguno de ellos.
De los dos primeros ya no podemos hacer más que un relato póstumo, con lo que ello conlleva. Ya se sabe que a los muertos se les ha juzgado siempre con más benevolencia que a los vivos, y en España glorificar al ausente ha sido y es una costumbre. Alejándonos de las hagiografías, la memoria que nos queda de ambos –Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo– queda envuelta en la neblina del tardofranquismo y el relato épico de la Transición. Es como si el tránsito del gris de la policía armada al marrón caqui de la policía nacional que vemos en las reposiciones del Mundial de Naranjito, fuera marcando el camino hacia una modernidad que se retransmitía a cámara lenta y que no se aceleró hasta el fogonazo de Felipe y Guerra saludando desde la ventana del Ritz, cogidos de la mano, con sus 202 diputados por bandera.
Por orden cronológico, y hablando de modernidad, empecemos con Felipe.
Un héroe de su tiempo, al que ni el lastre de la corrupción ni el oscuro episodio del terrorismo de estado hizo tanta mella como su deriva personalísima de la última década, cuando decidió empezar a alternar, con demasiada familiaridad, con fortunas planetarias como la de Slim y a hacer uso con afición, de la puerta giratoria que le conducía a los consejos de administración.
Desolador, porque el caudal político de Felipe era enorme.
Todavía hoy, más de 35 años después de su llegada al poder, seguimos venerando hitos asociados a su figura, como la sanidad universal o el primer esbozo de estado del bienestar, al que España accedía con tres décadas de retraso. En política internacional, su labor sobresale con mucho la gestión del resto de expresidentes, excesivamente ideologizada en el caso de Zapatero y chovinista, patriotera y grotesca en el caso de Aznar, al que le bastaron cuatro años para desmontar lo conseguido en el cuarto de siglo anterior.
No sé muy bien, no obstante, cuándo empezó a torcerse la imagen de Felipe, al que recién salido del gobierno le llovían los encargos para mediar en conflictos, presidir grupos de expertos o situarse al frente de algún organismo supranacional. Dentro de España, aún sigue teniendo tirón entre los irreductibles, los veteranos del lugar. Quizás por el aliento épico que transmite escuchar al hombre que hablaba cuando fuimos jóvenes, que la nostalgia siempre tuvo su tirón. Pero todo sabe a cartón piedra, a escenario revival de un tiempo pasado que fue mejor, pero no porque fueran buenos tiempos, sino porque no teníamos canas ni arrugas.
Felipe ya no es un chamán de voz atronadora; es más un veterano cantautor que tira de repertorio avejentado para reverdecer tardes románticas con melodías desfasadas de antaño.
Y ya no cuela.
De Aznar no hay mucho que decir.
Repudiado por los suyos, su imagen será siempre la del endiosado redentor que quiso salvar a España de su decadencia. El hombre que intimó con el peor presidente norteamericano de la historia, el del «al alba, con viento duro de Levante… » de la operación Perejil.
Que encontrase mullido acomodo en consejos de administración de halcones infames como Rupert Murdoch y su imperio de mentiras, no penaliza como en el caso de Felipe, porque era lo lógico. Casa con la figura y su moral. Sorprende, eso sí, que los suyos le dieran de lado con tanta rapidez.
Y no porque no les gustase lo que decía, lo que opinaba sobre la inmigración, Europa, religión o articulación territorial de España.
Quizás por eso mismo, ahora que lo pienso. Porque no hay peor monstruo que el que ofrece el espejo cuando congelamos una mirada profunda y sostenida durante un minuto. Y esa es, precisamente la imagen que devuelve el espejo cuando el conservadurismo mojigato marianista se enfrentaba al mismo. La del Aznar fantasmal que le dice a esa derecha lo que realmente es, por mucho que quiera negarlo, como una voz de ultratumba venida del abismo de nuestro ser.
A Zapatero, servidor el primero, nos lo empezamos a cargar en el ecuador de su segundo mandato. En aquél aciago mayo de 2010, en el que la austeridad nubló los sentidos de los líderes planetarios. Los dieciocho meses que siguieron permanecen en nuestra memoria como un tiempo espeso, como de retirada del ejército republicano entre la batalla de Teruel y la caída de Madrid: sabemos que vamos a perder la guerra, aunque no imaginamos un largo exilio del poder.
El año y medio transcurrió con parsimonia lacerante y agónica, entre desastres cotidianos de los que éramos conscientes al ver las noticias y tertulias como un parte de guerra derrotista con el genocidio de las cifras del paro y el hundimiento de la economía preludiando la derrota final.
Habría que entregar el gobierno en 2011, qué duda cabía. Pero, a decir verdad, nadie atisbaba una muerte duradera. A lo sumo una caída de cuatro u ocho años, el deceso que precede a la resurrección, de la mano de un nuevo liderazgo, como los que siempre había parido el socialismo español con una prodigalidad que para sí quisiera la derecha.
Hoy a Zapatero, en sí mismo un ejemplo de esa prodigalidad allá por el 2000, lo reivindican y resucitan hasta en Podemos, aunque éste lo haga hundiendo el estoque en cuerpo ajeno para beber a sorbos socialdemocracia pura, vampirizando sin piedad el cuerpo exánime del partido cuya savia puede ser útil para dulcificar sus pecados populistas, en combinación con sonrisas y corazones para mutar el clásico gesto adusto del comunista tristón cabreado con la vida.
La historia ha hecho viejo, muy viejo a Felipe y empieza a absolver a Zapatero con el concurso, interesado por estrategia electoral, de los que le llenaron las plazas aquel 15 M y hoy le vacían las urnas al que es su partido.
Sea como fuere, al presidente que llegó de forma inesperada al cargo lo pillan estos últimos días de campaña en Washington, Quito y Sarajevo, mediando en conflictos que pueden vomitar guerras civiles o luchando contra la islamofobia en la capital martirizada de Bosnia.
Ejerciendo, en pocas palabras, como un auténtico ex presidente haría.
De otros, viejos chamanes de antaño, nos queda el recuerdo, hoy mancillado con andanzas de poco gusto en el otoño de su existencia. Cuando se empeñaron en bajar de la peana de marfil que les habíamos levantado, a cambio de un puñetero consejo de administración y la compañía soez de cuatro millonarios.