Un político incapaz de alcanzar acuerdos con nadie

Porqué se me quitan las ganas de escribir de política

Jesús Perea

En La Flor de mi Secreto, una de las mejores y más infravaloradas películas de Almodóvar, el personaje que interpreta Marisa Paredes, una escritora bajo pseudónimo de novelas de amor,  le dice a su editora que por más que lo intenta, ya no puede escribir más novelas rosas, porque le salen negras como el carbón.

Cuando me pongo a escribir sobre política española me pasa algo parecido a lo que le ocurre al personaje. Aunque lo intente, aunque me ponga a la tarea con el análisis frío que otorga la distancia y la mecánica atribuible a actores racionales, el resultado se parece cada vez más al relato de una parodia, cargada de personajes costumbristas que bien podrían estar sacados de la galería de retratos de los pasillos del Congreso. Esos ilustres caciques que posan con porte nobiliario, ajenos al hecho de que fueron hijos y artífices -con pocas excepciones- de un tiempo cargado de miseria, rapiña, atraso y mediocridad para la España que, por su exclusiva culpa, entró en la modernidad con un retraso que no amortizamos hasta un siglo después.

Abundan estos días las declaraciones grandilocuentes, cargadas de apelaciones a la responsabilidad, al bienestar de los españoles, al sentido de Estado, a la tarea de encarar los retos titánicos a los que se enfrenta un país envejecido, amenazado de recaída a poco que los precios del petróleo repunten y la prima de riesgo sea la que de verdad es y no la que camufla acción salvífica del BCE y sus eurobonos.

Pero el caso es que, por mucho que intente adornar este panorama con el trazo épico de una decisiva partida de ajedrez, repleta de apelaciones grandilocuentes y reflexiones recurrentes al «tiempo nuevo» abierto en este ciclo electoral, no alcanzo a ver más que una comedia bufa. Es como si intentáramos recrear un House of Cards a la española y en el intento nos saliera un cruce entre «Los bingueros», «Patrimonio Nacional» y algún otro título de Mariano Ozores de cuyo nombre no quiero acordarme.

Montesquieu no tuvo mucho predicamento por estos lares. Aquí, los poderes no solo no se separan, sino que se mezclan, se confunden y se pervierten entre sí, en el pequeño Madrid del Poder, que diría Cercas, en el que los mismos apellidos compuestos se repiten en las cocinillas de las altas instituciones, colonizadas por niveles treinta atrincherados en los palacios que albergan lo que queda de la Administración General del Estado y que, desde el bajofranquismo, cuadran los mismos informes y dictámenes a petición de parte, para justificar en todo caso lo injustificable. Aunque apeste a fraude de ley.

Y todo en medio de la eterna pachorra agosteña, que todo lo envuelve en una bruma de abulia y desidia. Agosto, en España, exime de responsabilidad en la toma de decisiones, como cuando se reforma la Constitución o se decide un calendario de investidura presidencial con evidente intención fraudulenta. Es la coartada para adoptar decisiones que se cuelan de tapadillo, en medio de la modorra del éxodo de las radiales. Es la cortina de humo para esconder al mundo las miserias de un presidente en funciones que guarda espacio en la agenda para recorrer las vías verdes de Pontevedra a trote cochinero, pero no para ganarse el sueldo con la mínima decencia que la situación requiere.

Un presidente no electo, interino por más de diez meses, ajeno a todo control parlamentario en este periodo y con el Parlamento inhabilitado para ejercer su función constitucional durante casi un año. Un presidente que cuadra el calendario de las negociaciones de investidura haciendo cagar sobre los hombros del eterno enemigo -alicaído pero determinante en votos- la responsabilidad de concurrir a unas terceras elecciones en 25 de diciembre, domingo.

Al margen del pequeño detalle de que nada impide que unas elecciones generales en España no se celebren en domingo -como ya ha sucedido en nuestro país en 1977 y 1982- lo esperpéntico del proceso es la concurrencia de voluntades que, obrando de tal modo, demuestran su inutilidad manifiesta y se degradan a sí mismas, como la propia jefatura del Estado, cuyo máximo titular se expone al dictamen crítico de un país que algún día le reprochará su complicidad con esta pantomima.

Sutilezas al margen, lo que se impone en este relato es la conjunción de los vicios y maldades que siempre pudrieron la simiente de la democracia en España. La confusión entre instituciones que se devalúan y se someten, como la propia jefatura del Estado o la presidencia del Congreso, la misma que debería fijar una fecha de investidura sin atender a triquiñuelas temporales de jugador de mus.

Y así todo, en un país que no lo merece.

Los españoles, y me refiero a ellos sin que mi subconsciente extienda una gigantesca bandera rojigualda imaginaria, han contribuido como nadie a mitigar los efectos de una crisis potencialmente más devastadora en nuestro país que en ningún otro del continente, con la excepción de Grecia. Han pagado el peaje de los pecados de la burbuja; aún los siguen pagando, en forma de una deuda privada descomunal que ha enterrado a millones, expulsado al exilio a otros tantos y condenado a una reconversión brutal al resto, con bajadas de sueldo para recuperar competitividad a base de sangre, recortes y lágrimas.

Es esa comunidad intangible de ciudadanos la que, voten lo que voten, no se merece que la función tenga por actor principal a un patético sucedáneo de estadista, capaz de parar el reloj de sus vidas para cuadrar calendarios miserables. Un candidato incapaz de articular acuerdos con nadie si no es con un mazo sobre la mesa, blandiendo la fantasmal amenaza de acudir a las urnas en plenas fiestas navideñas con la esperanza de que ese pavoroso escenario desbloquee lo que él mismo, ni por talento ni por arrestos, tiene el valor y la capacidad de hacer.

Me dan ganas de firmar este artículo bajo el pseudónimo de Amanda Gris, porque como a ella, tampoco me cuadra el color de lo que escribo. A ella, en vez de novela rosa le salía novela negra como el carbón. A mí, estas letras de la situación política me salen de sucio blanco mate, casi metálico, como el color de los cielos que preludian el fin del verano. Un verano que vivimos, políticamente hablando, pendientes de la pachorra malintencionada de un presidente que, para desgracia nuestra, solo podría haberlo sido de un país como España.

Porque en ningún otro se toleraría este esperpento.

 

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