Jesús Perea comparte su análisis desde Londres

Carta: ‘A todos los que nos duele el PSOE’

Jesús Perea

A todos los que somos socialistas nos duele el PSOE en estos días de plomo.

En Albacete, en mi tierra, donde los tres representantes del comité federal que tiene nuestra provincia votaron de forma distinta -sí, no y abstención- veo la huella de la herida pese a la distancia. Todavía a estas alturas me sorprende recibir llamadas y mensajes de compañeros que me piden opinión y me cuentan confidencias. A la mayoría les digo que dejen a los muertos tranquilos. Y puesto que yo soy uno de ellos y no creo en la doctrina de la resurrección, me explayo en estas filípicas que prefiero sean consideradas como confesiones de ultratumba. En la confianza, eso sí, de que algo ayuden, si es que de algo sirven.

Con la paz espiritual que me da saber que no me juego las habichuelas con mis juicios de valor, opino sin freno de mano puesto. Lo cual, no quiere decir que sea un kamikaze. Nunca tuve alma de tal, ni siquiera en la certeza de la proximidad del fin de mi carrera política, razón por la cual me retiré de aquella disputa esquizofrénica que acabó coronando al actual secretario general, Manuel González Ramos en el último congreso provincial.

Un hombre, a fe mía, cabal y comprometido, buen conocedor de la tierra que pisa,  con el que tuve la ocasión de trabajar de cerca en otros tiempos y con quien siempre me quedará el poso de saber que pudimos ser grandes amigos,  y no simplemente buenos compañeros de partido que intercambian afectos sinceros.

En aquel congreso de 2012 de críticos y aparatos, soñé con una tercera vía posibilista. Una senda para jubilar con gratitud a fontaneros que han extendido su mandato más de lo saludable para la organización provincial, sin caer por ello en la nostalgia de militar en el bando de los eternos cabreados por pasadas afrentas, que es como se larva la disidencia futura en etas siglas desde los tiempos de las luchas entre los partidarios de Largo Caballero y los de Prieto.

En algún momento en este partido, en el que sigo militando no por nostalgia sino por convencimiento ideológico, alguien tendrá que dejar de solventar las crisis matando a los que le precedieron en el cargo o estuvieron en el bando opuesto. La sublimación de la lealtad por encima de cualquier otra consideración, es la bomba de relojería que ha ido sembrando el partido de mediocridad. Porque siempre es más fácil, según ese razonamiento, liquidar a alguien brillante que piensa por sí mismo que jubilar a un cancerbero leal al que se le presumen menos neuronas pero más decisión a la hora de cumplir mandatos. Aunque tal cancerbero sea veneno electoral para la organización y fuente de descrédito a causa de la quemazón sufrida por la longevidad en los cargos, esté tal descrédito fundado en razones más o menos justificadas y ciertas.

Sé lo que ese razonamiento, el de la lealtad periférica a ultranza, implica en una región como la nuestra.

Fui director general de Administración Local más de siete años en una comunidad autónoma con 919 municipios. En extensión, poco más pequeña que Portugal. Y forjada con retales diversos que hacen que en las zonas fronterizas, convivan comarcas casi extremeñas con otras netamente alicantinas. Recuerdo escuchar en una ocasión al actual presidente y entonces consejero, Emiliano García-Page, diciendo con toda razón, que si uno quería ir de Almadén a Molina de Aragón, tenía que hacer noche a mitad de camino; tal era esta endiablada región en su difícil geografía.

Es por tanto, más que entendible, que el poder político de ámbito regional -orgánico e institucional- cuando se asienta físicamente en el lejano Toledo, necesite de escuderos fieles en la provincias. Gentes que administren la periferia con lealtad absoluta y sin prestarse a devaneos palaciegos con agrupaciones locales díscolas y divos con ganas de hacer ruido. Y más en un territorio tan endemoniado, que ni siquiera tiene una única cuenca hidrográfica vertebradora. Lo que para los aragoneses, del norte y del sur, es el Ebro, con sus tributarios fluyendo en Teruel y en Huesca, es para los andaluces el Guadalquivir o para los castellano-leoneses el Duero.

Nosotros, en Castilla-La Mancha, tenemos la desgracia de que lo que para Albacete es el Júcar, para Guadalajara o Toledo son el Tajo o para Ciudad Real el Guadiana. Y así nos va.

Cuando hablo de ríos hablo de sus gentes. Es imposible entender Guadalajara sin la conurbación madrileña o la dispersión secular de las Tierras de Molina. Es inútil tener una idea veraz de Ciudad Real sin el corazón vinícola manchego o de Albacete sin el empuje de la logística que nos vuelca hacia Levante.

El PSOE en Castilla-La Mancha siempre entendió esa diversidad, no con la impostada pose del alto cargo que pretende saberlo todo de cada rincón, sino con la complicidad de equipos conocedores del territorio, capaces de unir una argamasa de intereses muchas veces contradictorios bajo la égida de unas siglas integradoras. Lo cual es, en último término, la mayor lealtad que se puede tener en esta organización cuyo único fin, algo que nadie debería olvidar, es servir al interés general de esta región tantas veces olvidada en la historia.

Más de una vez he hecho referencia a la leyenda de los últimos días de Enrique de Trastámara, aquel monarca usurpador que arrebató la corona y la vida de su hermanastro Pedro a los pies del castillo de Montiel. Cuenta la historia que Enrique, en el lecho de muerte, aconsejó a su hijo que se fiara de los caballeros que confiaron en su hermanastro Pedro;  porque tal era su lealtad, que aún sabiéndose en el bando perdedor por luchar contra fuerzas, las suyas apoyadas por Francia y Aragón, batallaron lealmente  por quien entendían su legítimo rey hasta el último aliento de su vida.

Hace falta mucho valor para elegir el bando más débil. Y mucho más todavía, para mantenerse fiel hasta el final.

El arte de la política es un eterno combate entre razón y pasión. Entre realismo e idealismo. La primacía absoluta del primero sobre el segundo deshumaniza el discurso, especialmente en la izquierda siempre necesitada de la épica de la abstracción humanista. La sacralización del segundo, implica renunciar al poder que, como bien decía José Bono, reside en quien firma las disposiciones en el BOE.

En el equilibrio entre el valor que se le presume al soldado y la prudencia de todo buen general, vive la capacidad de ganar la batalla que lleva librando este partido durante 130 años. Con luces y sombras que no debemos ocultar a beneficio de inventario, sino con la certeza de que no se puede coser un desgarro si el zurcidor no junta los dos lados de la herida con igualdad de afectos.

A quien pueda interesar.

 

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