Crónica de Jesús Perea, voz para muchos españoles

Trillo visto desde Londres

  • "Una oda a la España perdida en mitad de la crisis que barrió talento y esperanzas para esparcir a sus hijos en media Europa"

Jesús Perea

La embajada española en Londres no es una embajada cualquiera. Como toda legación de empaque que se precie, y la nuestra -más por méritos pasados que por los presentes- lo es, se encuentra en uno de los barrios más exclusivos de Londres. En uno de esos barrios vedados al común de los mortales que hacemos nuestra vida en esta urbe.

Al fondo de Belgrave Square, a tiro de piedra del Palacio de Buckingham, se alza un palacio de estilo sobrio, de elegante blanco mate, rematado por ocho columnas de inspiración  griega, muy del gusto neoclásico tardío con el que los hombres de posibles exhibían su poder en la primera mitad del siglo XIX. Allí, por azares del destino que no termina de aclarar la Wikipedia, se sitúa la embajada de España ante el gobierno de su graciosa majestad.

Allí, por azares del destino aún más inescrutables ha sentado sus reales posaderas un politicastro cuya carrera, de abundar en España más entendederas que bares, debió terminar hace más de una década, cuando en ejercicio de sus responsabilidades ministeriales, protagonizó la dramática chapuza del Yak-42 y sus sesenta y dos muertos despachados en cajas a toda prisa para no levantar demasiada polvareda en el funeral de los sollozos ahogados. Un tal Federico Trillo.

Como español que reside en esta ciudad desde hace ya un tiempo, mis gestiones con el servicio exterior de España en Reino Unido se han limitado al mucho menos evocador consulado general, que tampoco anda mal emplazado en mitad de Chelsea, en Drycott Square, muy cerca de Knighstbride, donde Harrods, entre un enjambre de Porches y Bugattis que exhiben los millonarios rusos, chinos y saudíes que se han enseñoreado del barrio.

En el consulado, pese a lo distinguido del barrio, no hay glamour que se precie. A decir verdad, en ese lúgubre edificio es donde más cerca me he sentido de España en los últimos años. Y no lo digo por ardor patriótico, la bandera arriada, o por el deje murciano del Guardia Civil que atiende solícito en el arco de detección de metales de la entrada. Sino más bien por el tempo administrativo con el que se manejan los funcionarios, siempre escasos y desbordados, detrás de pilas de legajos, sellos y compulsas, en mostradores de gris metálico y paredes desconchadas.

No había dinero en España para pagar las pensiones en esos años de penuria, cuanto ni más para adecentar sedes diplomáticas a las que los españoles de a pie se dirigen para tramitar una paga, pedir una compulsa o rogar el voto.

«Anda y que se jodan», parecen decirte a la puerta, al final de una cola kilométrica en la que el desamparo se mitiga con el sonido siempre reconfortante de tu idioma en tierra extraña. Compadreos del exilio, diálogos de miserias y aventuras del recién llegado. Una oda a la España perdida en mitad de la crisis que barrió talento y esperanzas para esparcir a sus hijos en media Europa.

Más de una vez, haciendo cola, me acordé de Trillo.

Lo imaginaba en su palacio, en la sede diplomática elegante, en la de Belgrave Square. En el Palacio neoclásico de blanco mate y ocho columnas griegas. Sentado sobre los recuerdos de su defensa letrada y apasionada de «Luis el Cabrón», de sus engoladas arengas de la ocupación de Perejil, de sus devaneos cómplices con la teoría de la conspiración de la autoría etarra de los atentados del 11-M. Pero, por encima de todo, sentado sobre el recuerdo de los muertos de aquel avión de mierda que su Ministerio alquiló a sepa dios quién, para enviar a otros hijos de España a morir contra la ladera oculta de un monte perdido de Turquía.

Sentado sobre el recuerdo de las cajas rellenas a toda prisa, con restos humanos empaquetados a toque de corneta cuartelera para hacer un funeral de estado en tiempo récord, con sus medallas, sus banderas y sus viudas desconsoladas, mientras en la explanada, mujeres prematuramente enlutadas le pedían cuentas al rey por lo que sus maridos, hijos y hermanos les habían contado acerca del pavor que le tenían a aquellos autobuses con alas en los que volaban de vuelta a casa. Aparatos de dudoso mantenimiento, remanentes de la Guerra Fría y herencia para compañías piratas del Bajo Imperio soviético, desmoronado poco tiempo antes.

Trillo, como ejemplo.

Como muestra de la decadencia moral de un país que tarda década y media en ajustar cuentas para provocar la dimisión tardía de un miserable que urdió la trama de las identificaciones culposas de los cadáveres, esparciendo porquería sobre subalternos, forenses turcos y cualquiera que por allí pasara.

Trillo como metáfora de una España enferma que otorga beneficios póstumos y ajusta cuentas cuando los artífices de la fiesta ya se han ventilado media vida entre cócteles, prebendas diplomáticas y retiros dorados a cuenta de un país esquilmado por ladrones, miserables y fontaneros imprescindibles que sabían demasiado como para dejarles caer en el olvido.

Trillo como síntoma de la decadencia moral de un país que sacraliza a los villanos y los deja caer por la urdimbre repentina de otras conspiraciones palaciegas. Razón, Cospedal.

Dimite Trillo a estas horas. Y se va sin pedir perdón.

Veo la  nieve caer desde la ventana de mi casa, en la otra esquina de Londres. La que pueblan españoles comunes, los que nunca pisarán la embajada de Belgrave Square, la del palacio neoclásico de elegante blanco mate y ocho columnas griegas a la entrada. Esa que ha estado hollando Federico Trillo para vergüenza de España y los españoles.

Mañana, con la helada, piensen en la cola de los españoles en Drycott Square. Y no se olviden de que la única decencia que esa bendita tierra aún esparce por el mundo, jamás pisará los salones palaciegos del Palacio neoclásico de las ocho columnas griegas y elegante blanco mate. Ese derecho, para vergüenza nuestra, ha estado reservado al condenado Federico Trillo-Figueroa durante cuatro años.

A su costa, por cierto, querido lector.

 

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