¿Paraíso fiscal en el corazón de España?

Pongamos que hablo de Madrid, poblachón manchego

Jesús Perea

Así se refería Francisco Umbral a la capital del reino en un pregón de las Fiestas de San Isidro que el genial autor dio en tiempos de Tierno Galván.

A Umbral le llovieron palos de todos lados por la mención. De todo signo, por cierto. A los pocos días del pregón, la izquierda iluminada de las Comunidades Castellanas de Madrid, se aprestó a desmentir al pregonero con argumentos historicistas sobre la temprana fundación de la capital como Señorío de Villa y Tierra, incompatible tal institución con las que se desarrollaron en tierras de La Mancha. Ser «poblachón manchego» era menos elegante, por lo visto, que ser una villa castellana.

Daba más pedigrí el imaginario cordón umbilical que unía a la capital con el norte mesetario y, de rebote, con la herencia de las Vascongadas traída a este páramo de la mano del capitalismo castizo que crecía a las faldas del Estado centralista liberal del XIX, con su corte de banqueros e industriales que cambiaron el riesgo y ventura de las minas del norte por el aún más venturoso y menos arriesgado negocio público a las sombras de los ministerios y la corte.

El fin del negocio minero y la bonanza de las infraestructuras ruinosas del Estado les dio la razón a ese puñado de apellidos vascos que cambiaron la chapela por el chotis; el Neguri por Serrano.

Madrid alfa y omega, rompeolas de España. Kilómetro cero de todos los caminos; una Roma ibérica que articulaba con un esqueleto radial la ensoñación de un Habsburgo que cinceló sus sueños de poder subido al balcón de Cuelgamuros.

Así creció aquel poblachón manchego, -sí, manchego- o castellano del sur, si quieren. Todavía más sureño a cuenta del aluvión de los inmigrantes de nuestra tierra que se desparramaron en el Madrid de extrarradio, vallecano y poligonero. Pero Madrid al fin y al cabo.

Viene todo esto a cuenta de la decisión de la Comunidad de Madrid de perpetuarse como paraíso fiscal en el corazón de España. Una decisión que, de paso, condena a las regiones limítrofes -y la nuestra lo es por tres cuartas partes- a competir de forma obscenamente asimétrica con las prebendas tributarias de los vecinos del Manzanares y alrededores.

Que en Madrid no se pague Impuesto de Patrimonio y que, en la práctica, el de Sucesiones esté totalmente bonificado, puede parecer una medida de autonomía fiscal muy respetable. Lo que no es tan justificable es que dichas medidas las asuma la región que viene a ser algo así como el Distrito Federal de nuestro sistema autonómico.

Nuestro ibérico Washington, en resumen. Libertades tributarias que obligan al resto de comunidades autónomas, especialmente a las fronterizas a emprender lo que en la jerga fiscal se llama «Race to the botom», o una competencia sin freno para atraer negocios y retener fortunas con la promesa de una fiscalidad amable. Tanto que, al final, en vez de rebajar el listón acabas tirándolo por los suelos con la excusa de atraer negocio e inversión.

En América, esta senda la representa el estado de Delaware porque sería impensable que ese papel -el de una región/estado «free taxation» lo representase la capital del Estado, como sí ocurre por estos páramos, donde Madrid, sí Madrid, decide erigirse en paraíso fiscal del Estado del cual es capital.

Se entiende muy mal que aquí Cristina Cifuentes cuestione a nivel autonómico lo que su partido reclama para la Unión Europea. La ansiada armonización fiscal que termine con los efectos perversos que supone la existencia de Luxemburgos e Irlandas, que socavan el modelo social europeo y están detrás, por cierto, del Brexit duro.

A mí me gusta Madrid. Lo adoro, mucho más desde que, por comparación he visto a Barcelona despeñarse por la senda de la gentrificación más pedante que traen los que entienden por modernidad abrir una peluquería con bicicletas colgadas en las paredes y un dj amenizando la sesión. También Madrid ha cogido la linde, no nos engañemos. Pero todavía hay algo reconocible y pueblerino en esa ciudad de fritanga, toros y corralas.

¡Corralas manchegas!, por supuesto y muy a su pesar.

Pero no me gusta este señoritismo tributario que denuncia con tino el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page.

Ya se sabe. Al otro lado de los hitos fronterizos, que proliferen cementerios nucleares, cementeras, cementerios de neumáticos y ríos convertidos en cloacas que recogen porquerías capitalinas.

En Madrid, Distrito Federal, se quejan de que ser capital es una faena. Que hay manifestaciones cada cinco días cortando calles, que las avenidas de postín se les llenan de pueblerinos provincianos que acuden en masa a ver sus luces de Navidad o que no hay «emes» suficientes-empezaron por la 30 y ya van por la 50- que alivien el caos del tráfico al que la condena esa centralidad radial que en el fondo, es una condena y una carga.

En justa retribución contra tales trastornos, el resto de comunidades asume a toca teja el pago de las radiales madrileñas o un sistema endemoniado de comunicaciones que obliga a pasar por Madrid hasta para ir de Sevilla a Barcelona. O que entre esta última ciudad, la segunda en población del país, y la tercera, Valencia, ni haya alta velocidad ni se la espere a corto plazo, cuando ya se puede ir en AVE de Atocha a Zamora.

Que la Región de Madrid contribuya mucho más que ninguna otra -en términos per cápita- a la sostenibilidad del sistema autonómico no implica que a cambio pueda tener barra libre en términos tributarios. Porque en esencia, con este modelo, se sublima la transferencia dadivosa sobre la capacidad de generar ingresos en igualdad de condiciones.

Y ya le gustaría a Castilla-La Mancha poder generar más recursos por medios propios que teniendo que cubrir su presupuesto con las herramientas de reequilibrio del sistema, con transferencias de solidaridad desde las regiones ricas a las pobres.

En Madrid se vive desde hace mucho tiempo bajo la auto hipnosis colectiva de que son un mundo aparte. Con menos desempleo, más riqueza y una política tributaria neoliberal promovida por halcones de tal filosofía como Aguirre, a la que erróneamente atribuyen la capacidad balsámica para triunfar en el resto de indicadores de riqueza y progreso.

Y no es así, mis queridos madrileños. Sois más ricos porque tenéis la capitalidad del Estado. Y punto.

Y con esta llegó la Administración. Los ministerios. Y con ellos los subsecretarios y la sobredosis de niveles 30 por metro cuadrado. Y con ellos los bancos, casi todos con el capital aportado por la burguesía vasca y catalana enriquecida en la minería y el textil allá por el XIX, deseosos de arrimarse al poder. Y con los bancos las infraestructuras. Y con ella la articulación radial del estado.

Y, finalmente, Barajas que, por cierto, nunca quisísteis extender más allá de vuestra jurisdicción autonómica, como sí ocurre en otras grandes capitales europeas, para permitir un segundo aeropuerto de Madrid, digamos, en Toledo.

En esa Mesa de Ocaña a la que preferís exiliar cementeras, neumáticos y cárceles.

Razón, Stansted, Gatwick y Lutton en Londres. O Beauvais en París, que está en otra región, la Picardía, a la que beneficia llevando el nombre de la capital francesa, de la que dista más de 100 kilómetros. ¿Por qué no una Picardía llamada Castilla-La Mancha? En lugar de eso, tenemos la T4. Mastodóntica, costosa y, sí, muy madrileña.

Si queréis ser solidarios, ese es el camino. Porque la marca de la capitalidad no es algo que termine en una raya aleatoriamente trazada por Javier de Burgos y de la que os beneficiáis haciendo dumping fiscal y llevando a los vecinos con la lengua de fuera, fiscalmente hablando.

Sois la capital del Estado. Haced política fiscal de Estado pues, en lugar de izar banderas gigantes en Colón, si de lo que se trata es de mostrar patriotismo.

PD: Firmado por alguien que orgullosamente se tiene por nacido en un poblachón manchego. Y a mucha honra.

jesus perea, Madrid, Toledo