Francia contuvo el aliento y con ella media Europa

Francia resiste

Jesús Perea

Francia contuvo el aliento. Y con ella media Europa.

El horizonte de una victoria desmentida por las encuestas -las mismas encuestas que se desmienten a sí mismas de forma constante de un tiempo a esta parte- nos hizo temblar ante la posibilidad de que Marine Le Pen fuera elegida presidenta de la República Francesa.

Francia es un territorio sentimental para la izquierda. Incluso cuando gobierna la derecha republicana, ésta ha tenido que asumir la hegemonía cultural de la herencia de la Revolución, con el estandarte de la laicidad y la tolerancia por bandera. Jamás tales principios han estado en cuestión en un país que todos quisimos que fuera el nuestro en algún momento de nuestra vida, excepción hecha de las envidias futboleras y los piques lógicos entre vecinos.

Dónde si no allí, pudo existir un Zola levantándose contra el establishment antijudío con su Yo Acuso. Dónde, si no en Francia, íbamos a aprender en los días de vino y rosas que bajo los adoquines estaba la playa y que estaba prohibido prohibir. En la tierra de acogida de nuestros exiliados, apaleados al principio y reconocidos después con la dignidad debida, mientras en la España podrida de Franco se callaban las gestas incómodas de los hombres de Leclerq que liberaron París.

Tenía que ser en Francia donde todos los perseguidos, todos los parias de la tierra, encontraran cobijo en el siglo XIX de las revoluciones románticas. Goya tuvo que morir allí, como lo harían en el XX Azaña, Machado, Negrín y tantos otros compatriotas que encontraron el cobijo de la tricolor frente a la indigencia moral del atraso nacional católico y la estupidez borbónica.

Por eso me dolía Francia en estos días de incertidumbre. Días en los que el virus del populismo, inoculado en el sistema por la vía intravenosa de la posverdad y el desencanto con todo lo conocido, amenazaba con retrasar el reloj de la historia a tiempos sombríos.

Eso también es Francia. La provinciana y conservadora, mojigata y cerrada en sí misma. Una Francia marcial, paleta y avinagrada que de, cuando en cuando, le declara la guerra a la que invitó a absenta a los bohemios e iluminó con la tolerancia solo allí posible a gentes de mil raleas y credos.

La que cantó el Nous voilá, Marechal, y entregó a Franco, atados de pies y manos a hombres que expiaron ante el paredón la coyuntural amistad entre el dictador español y la escoria del Vichy de Petain, tan glorificado por la estirpe Le Pen en sueños húmedos, ocultos del elector en este trance para pillar cacho en la indignación de la posverdad.

Me asustó la indolente equidistancia de Melenchon y los suyos. De esa Francia insumisa que bebe de la misma exaltación patriotera, proteccionista y cerrada a cal y canto en nombre de eso que llaman «la gente». Más todavía, por español, la extraña comprensión que esa pose encontró en el movimiento hermano de Podemos.

Y me acordé de que no hace tanto tiempo, en el invierno de 1940, los comunistas franceses ya hicieron algo parecido, en aquélla Drole de guerre que terminó de matar al ejército galo frente a los pánzer de Hitler. Contaba Chaves Nogales como los cuarteles aparecían llenos de octavillas instando a los soldados a no tomar parte en una guerra que se libraba por los intereses del capital y en nombre de una República enferma. Ellos, que habían estado en el gobierno hasta apenas dos años antes y que, ahora, porque así lo mandaba el camarada Stalin, encamado coyunturalmente con Hitler, bajaban los brazos y dejaban el terreno abonado al veneno fascista para que ardiera París.

La Francia que había de salvar a aquélla Francia enferma estaba en Dakar; en Argel; en Brazzaville. Era la Francia de la Legión Extranjera y su ejército de apátridas, rojos, negros y moros. Los mismos que sangraron cuando no había franceses que lo hicieran frente a Rommel en Bir Hakeim por un país y una bandera que lo era de toda la humanidad.

Puede que Macron no sea el hombre que nos haga cantar la Marsellesa con la emoción de una guitarrista llorosa en un tugurio de Casablanca, mientras un puñado de alemanes entonan con desprecio al derrotado su Die Wacht am Rhein.

Puede que las banderas de antaño no coronen los estandartes de la revolución con la imagen de la juventud vigorosa que Hugo retrató en Los Miserables, dispuesta a entregar su vida por la Revolución, ni una mujer llamada Libertad nos guie a través de la barricada con el pecho descubierto como pintó Delacroix.

Puede que no queden más Bastillas que asaltar. Que todo sea tan gris como el triunfo de la antipolítica y el ocaso de la izquierda, presa de sus contradicciones y la impotencia frente a los leviatanes de la globalización que amenazan con borrarla de la faz de la tierra.

Permitidme en tal caso que mañana llore por la izquierda que no fue. Que hoy me queda la alegría de la derrota de los monstruos de mis antepasados. Los que se cuelan por las rendijas de la frustración, como tantas otras veces en el pasado y no traen más que miseria y odio.

¡A todos aquéllos que dudáis en esta tesitura, que Dios, o lo que sea, os perdone!

Yo siempre lo tuve claro.

Bonne chance, Monsieur le President Macron.

Vive la France, et vive L´Europe.

 

 

 

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