Cuando el guerrero se quitó el casco de acero, el emperador se estremeció al comprobar que el general Máximo Décimo Meridio seguía con vida. Así nos describió Ridley Scott a su Gladiador en uno de los momentos de mayor tensión dramática, en ese éxito del cine de la década pasada que reivindicó, fugazmente el género peplum.
Si recuerdan aquella escena y le ponen algo de imaginación al relato, puede que no les resulte descabellado suplantar la imagen del general romano resucitado de entre los muertos con la del Pedro Sánchez de este domingo, 21 de mayo, descubrió su rostro ante el Coliseo del PSOE después del combate a muerte de unas primarias que han llenado de sangre y cadáveres la arena del estadio.
En otra escena de la película,el emperador efímero, que bien podría encarnar el papel de la Comisión Gestora, se entrega a otro inolvidable diálogo con el general, nuevamente victorioso, con aquellas célebres palabras: “¿Qué voy a hacer contigo?; no hay manera de que mueras”.
Guste más o guste menos, Pedro Sánchez se ha rebelado contra la muerte y la ha vencido contra todo pronóstico. Contra toda lógica. La conjunción de liderazgos de renombre, de notables que lo fueron todo en el partido del puño y la rosa, de una prensa descaradamente hostil, con El País y Prisa a la cabeza, de la inmensa mayoría del poder orgánico y de casi todo el institucional, nada pudieron frente al empuje del relato épico que ha devuelto al secretario destronado su corona.
Negar la evidencia de que existe una pulsión antisistema en la militancia del PSOE, sería ignorar hechos del pasado que sentaron precedentes aplicables, como las victorias de Borrell o Zapatero. Sin embargo, el factor diferencial es que nunca antes un aspirante a la secretaria general había contado con tal unanimidad de apoyos en su favor frente al secretario defenestrado que, a mayor abundamiento, presentaba una hoja de servicios manchada por sendas derrotas y la sombra de su temeridad a la hora de retener apoyos.
Ni aun así ha logrado Susana Díaz superar el umbral del 40 % de los votos. Un pobre resultado de consecuencias imprevisibles para alguien que exhibía como principal virtud la capacidad de ganar procesos electorales dentro del partido y en las instituciones.
Todo lo fió Díaz al relato apocalíptico del “o yo o el caos”. Un relato exculpatorio de la afrenta de la abstención para investir al Presidente que lo es de un partido infestado de corrupción por los cuatro costados. La narrativa “primero España, después el partido” podría haber tenido cierto sentido si el PP hubiera renunciado a presentar a Rajoy como candidato y situar en su lugar un líder más presentable. Al no hacerlo, el PSOE quedó marcado por la ignominia de una complicidad de difícil digestión para sus militantes, ya de por sí más sometidos a una izquierdizacion mucho más nítida que la que representan la mayoría de sus votantes.
A nadie se le ocurrió pensar que, quizás, ese “primero España y después el partido” incluye la premisa de que en interés de la propia España debe existir un PSOE reconocible, y no difuminado en cálculos electorales de dudosa procedencia. Como los que garantizaban un apocalipsis en las hipotéticas terceras elecciones o negaban la existencia de aritméticas parlamentarias alternativas que se han probado falsas. Tales como en la aprobación de unos Presupuestos en los que los votos socialistas en el Parlamento no le han hecho falta a Rajoy para sacar adelante las cuentas públicas.
Cuando el gladiador Sánchez se descubrió delante del emperador, no necesitó recitar aquello de “alcanzaré mi venganza en esta vida o en la otra” para recuperar el poder en Ferraz. Hablaron por él decenas de miles de militantes deseosos de reparar la afrenta de aquel doloroso 1 de octubre en el que la torpeza de unos cuantos y la ceguera de muchos, infravaloraron fatalmente a ese líder que se rebeló contra el papel que se le había asignado dos años atrás. El de un Don Nadie llamado a calentar la silla del secretario general hasta que el calendario orgánico e institucional de otro u otra estuviera ajustado a los tiempos infames de una legislatura que no terminaba de desbloquearse pese adiós elecciones en seis meses.
Aquel Don Nadie, que no era lo suficientemente donnadie para entender su papel de mero telonero, resultó ser un formidable adversario a la hora de construir un relato épico con el que era difícil no simpatizar. Y la militancia, ya de por sí receptiva, terminó comprando mayoritariamente el relato.
En política, más que en ningún otro ámbito, lo que no se puede explicar de una forma simple y concisa tiende a ser asumido como falso por los ciudadanos. Lo contaba mejor Guillermo de Ockham con su famosa “Navaja de Ockham”, que aún pensada para la filosofía, permite explicar porqué en igualdad de condiciones, la explicación más simple de las cosas tiende a ser la verdadera.
Por el camino, los mismos que han fracasado en el intento de coronar a Díaz desde el recuerdo de las glorias pasadas, han laminado las carreras de otros dos aspirantes que lo fueron, y que representaban la sucesión natural de un Zapaterismo hoy, definitivamente, extinguido como dinastía. Sus nombres eran Carme Chacon y Eduardo Madina.
Son esos notables, más aún que la propia Díaz, los que deben asumir el fracaso de una apuesta que lo es de toda una generación de líderes que lo fue todo en este partido. Y que ahora, desde el otoño de sus carreras, han empeñado su crédito en una sucesión de torpes jugadas que dejan un enorme boquete por el que sangra un partido herido, aunque no muerto.
Un triste epílogo para las brillantes carreras de quiénes se han empeñado en demostrar con sus actos, que cada generación tiene su Brumario y su Suresnes. Todas salvo la suya, que se extendió por espacio de cuatro décadas y muere ahora de incredulidad en la arena del Coliseo, en el momento en que el gladiador se descubre y exhibe el rostro del hombre que creyeron muerto un 1 de octubre, porque así lo exigía el bien de España.