Las palabras no terminan de salir
aunque quieren y quieren hacerlo con fuerza.
Las palabras son mi moneda de cambio.
Las he usado por dinero, y las he regalado.
Me han besado por palabras, y por palabras me han apedreado.
Por elegir una palabra u otra, un singular, un plural, un masculino o un femenino.
¿Por qué elegir blanco o el negro?
¿Por qué decidir blanco es malo
y negro bueno?
¿Por qué decantarme por el vino blanco
con el pescado cuando me apetece tinto?
Alguien me aseguró de niño: Las verdades, con paciencia,
llegan con la edad adulta.
Pero los años esconden más mentiras que juegos,
mentiras que se ocultan,
te apuñalan entre las sombras.
Te arrancan la sangre que no te sobra.
Yo pensando en sinónimos de paciencia,
sinónimos de amor
y rimas para canciones
sin guitarra,
me inclino por el agua frente al vino por si la dosis de
alcohol
sobrepasa mis propios límites.
Calculo las monedas que llevo en el bolsillo
porque cada jornada depende de las monedas que suenen en tu monedero.
Luego recuerdo que no recuerdo
el sonido de las monedas de mi niñez.
Las monedas adultas suenan como las chapas
de la cerveza que no me he bebido;
pero cuestan la sangre que brota cuando me apuñalan por la espalda
entre las sombras de la civilización.
Quiero elegir pero no soy capaz de hacerlo.
Tengo argumentos pero no quiero usarlos
por si alguien me convence de lo contrario
y olvido mis propias ideas.
O descubro que los pensamientos impuestos
no eran más que mentiras,
como el sonido de las chapas:
eran un dulce sonido de libertad
de rodillas peladas contra el suelo.