Un día cualquiera de invierno
nuestro profesor de Lengua y Literatura nos
convocó a un concurso de cuentos.
Aquel tipo tenía los dedos amarillos
de nicotina.
Hablaba como un locutor de radio y convencía
a los niños de que las palabras servían para algo.
En aquel concurso participaron todos los alumnos:
quienes sabían juntar letras y quienes
sufrían cada vez que una letra les hacía dudar.
Inquietud, la inquietud de quien tiene algo que decir
pero no sabe bien cómo.
Con más o menos capacidad, muchos de ellos participaron.
La chica que ganó el concurso de cuentos
en el colegio
ahora
dirige un banco con la inquietud de quien navega a un barco a la deriva.
La poesía y los cuentos no pagaban las facturas.
Ni las suyas ni las del resto de alumnos.
Algunos niños querían ser astronautas y
algunas niñas querían ser princesas.
La chica que miraba al firmamento
con ojos infinitos
y la sonrisa imperecedera
soñaba un mundo mejor
a través de los viajes organizados
que planeaba para otras personas.
El colegio era un lugar contradictorio
de libertad y reglas.
Libertad que te permitía amar, reglas que no te permitían
amar a cualquiera.
La chica que soñaba con los ojos y las miradas de otras chicas
luchó por ser ella misma y lo consiguió.
Los demás ni imaginaban que amor y pasión
podían provocar dolor. El dolor de sentir algo y no poder mostrarlo.
Ella encontró amor y pasión
hasta que la despidieron de un mal trabajo
por casarse con la mujer de su vida.
Porque la libertad es intocable siempre que no
roce las normas.
El chico de mirada pícara programaba ordenadores
y juegos
divertidos
con doce años.
Era capaz de imaginar universos enteros a través de números y letras
programadas.
Pero las ideas fantásticas no dan de comer,
atender el mostrador sí.
El poeta quería ser futbolista con doce años
porque no sabía hacer nada más que lanzar patadas al viento.
Con catorce vio que mezclar palabras era más sencillo
que regatear.
Aprendió que las palabras
eran canciones;
volaban de su lapicero comido y desgastado.
Volaban de su imaginación y no llegaban a
convertirse en hormiguitas en su libreta.
Gracias a muchos cafés y muchas conversaciones
aprendió la diferencia entre
tener el plato de comida lleno
y tener la cabeza llena de hormiguitas.