Montada por el Taller de Producción Teatral de la Universidad Popular de Albacete, dirigido por Ángel Monteagudo, se ha estrenado este 23 de enero la obra de Federico García Lorca de título Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores. La obra cuenta en tres actos, haciendo resaltar el paso del tiempo, en qué queda la promesa de matrimonio que a doña Rosita le hace un primo suyo.
Están recogidas unas declaraciones del autor, tal vez irónicas, sobre que la obra representa “…el drama de la cursilería española, de la mojigatería española”. Y se podría pensar que tiene poca homogeneidad con nuestro ahora, no aquel en el que los coches más veloces podían alcanzar la fantástica velocidad de treinta kilómetros por hora, puesto que el actual mundo imaginativo, salvo quizá en una pequeña minoría, no cabría caracterizarlo ni de cursi ni de mojigato. Pero podría ocurrir, como apunta Susan Buck-Morss, que el contenido de verdad de una obra literaria sólo se revele después, y que esté en función de lo que ocurra en esa realidad que es el medio que le permite sobrevivir a la obra.
También podemos acogernos a la constatación de Th. W. Adorno de que: “la vida inmanente de las obras de arte, es la imitación de la vida empírica: el esplendor de aquella, su propio significado, sirve para iluminar a ésta”. Y tratar de conjugar ambas consideraciones, aunque de la manera simplificada que exige una rápida reseña.
Lo que nos impone la obra son los significados y la funcionalidad de varias categorías semánticas: del amor, de la cultura, de la percepción individualista, y, sobre todo, del sentido de la temporalidad.
En primer lugar del amor como falsa negación de la sociedad burguesa, del régimen de la posesión exclusiva. Del amor de Rosita, pero también de la burbuja del amor en la que viven sus tíos, o en el fracaso de la sutura de la división social, que mantiene su apariencia solamente apoyada en la completa entrega y el enorme esfuerzo, el sacrificio y la cordura del ama, como representante de las clases subalternas.
En segundo lugar del elemento cultural, que es utilizado por los personajes de la obra como no mucho más que entretenimiento, curiosidad o complemento decorativo. Una idealidad vigente que desconsidera y oculta esa dimensión de lo cultural de conformar la manera de mirar, de estar, de ser, de relacionarse y de organizar la convivencia. Así el uso que los personajes de la obra hacen de la música, de las canciones y de los poemas. Y también del personaje del profesional de la ciencia económica, como una cita en versión irónica del Thomas Gradgrind de Tiempos difíciles de Dickens. O del trasunto del cuadro escolar, exclusivista y excluyente, del tercer acto, como el modelo que se añora en la hace poco promulgada LOMCE del Partido Popular. O del uso del mundo natural, de las flores, como referente, es decir, como proyección del deseo cultural de que todo siga igual por mucho que las cosas cambien. Incluso, por fin, en ese desparpajo que opone el personaje del Ama a una determinada seriedad de los personajes con mentalidades de clase media, y que es originado en la marginalidad social que genera ese mundo fragmentado en clases sociales.
En tercer lugar, la preeminencia de la individualidad. ”—Nunca me podríais entender ni quitar esa mano oscura que no sé si me hiela o me abrasa el corazón”. Una descripción neutralizada del mundo de lo social y de lo común de las mismas mujeres, pese a la propia constatación de doña Rosita. ”—Lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres”.
Y, por último, el juego de la temporalidad. En la obra estaría por una parte el tiempo lineal, homogéneo, de la propiedad, del beneficio, y por otro lado, el tiempo de las flores, de los rezos de las iglesias, de los ciclos de las estaciones, y en general de la naturaleza. Dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo: “El tiempo pseudocíclico [..], es el tiempo de la autoconservación ampliada cuya experiencia cotidiana sigue estando privada de toda decisión y sometida, no ya al orden natural, sino a la pseudonaturaleza desarrollada por el trabajo alineado”. La gente sólo puede imaginarse a sí misma en un tiempo vacío y homogéneo. Pero no se puede vivir en él. El tiempo vacío homogéneo es el tiempo utópico del capitalismo.
Todos esos elementos que se invocan en la obra son mostrados con eficacia y notable maestría en la siempre creadora dirección de Ángel Monteagudo. Cada vez nos sorprende con el deslumbrante aprovechamiento que hace de los limitados recursos de los que se puede disponer para la producción de las funciones de teatro. Así como la intensidad que subraya el acusado lirismo del transparente acompañamiento musical de Ana Elia Segura. Y la simplicidad, el detalle y la concreción del decorado y la profusión imaginativa del variado utillaje que se muestra.
Luego está el trabajo colectivo de interpretación. Cada actriz/actor crea su personaje en un colectivo que varía poco de una obra a otra, lo que permite ver cómo cada uno aporta su personal sensibilidad, su característico matiz, a cada personaje, y todos al servicio del conjunto. Así la desenvoltura y la continuidad de Lola Galán en el papel de La Tía, y la variedad de registros y la intensidad de Cande Motas en el papel de El Ama. Justo Lozano, José Manuel Cuenca, y Ricardo Fernández en los papeles del Tío, del Catedrático de Economía Aplicada, y don Martín, respectivamente. Ginés Ruiz en los papeles de El Sobrino y El Muchacho, Margarita López e Israel Romero, con notable acierto en el humorístico papel de las hermanas Ayola, Pepa Estévez en el papel de La Manola Pianista, y Rosario Bueno como Madre de las características Manolas.
Reseña aparte merecen las tres actrices, una para cada función, que han representado el papel de doña Rosita. Son Ana García, Antonia Joaquín y Llanos Martínez. Cuando no representan ese personaje, alternativamente, hacen uno de los papeles que corresponde a las tres Manolas. Esta disposición refuerza el sentido colectivo del conjuntado grupo que en general conforman cada una de las aulas de teatro que se producen en los diversos cursos que se ofertan en la UPA. Es como una conjuración contra el individualismo y la competitividad que rigen en las sociedades mercantilizadas. Cada una de las tres da su sello de sensibilidad, de pausa, de fluidez enunciativa, de sentimiento, y de entusiasmo, a los principales momentos poéticos de la obra: al expresivo diálogo de Rosita con su primo al final del primer acto:
¿Porqué tus ojos traidores
Con los míos se fundieron? (…)
Y al sentido monólogo de Rosita del acto tercero:
Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, (…)
Hay dos problemas de significación a los que se tiene que aludir y que no parecen de fácil solución. El primero es el de considerar si ese sentido poético, que está tan presente y es tan intenso en la obra, trasciende o no esa linealidad temporal y ese estar fuera de nosotros mismos a los que se alude en el contenido explícito de Doña Rosita. Y el segundo, relacionado con el anterior, es el de si la producción teatral, y la proyección vital de los participantes, actores, dirección, etc., que por una parte tienen que atender a una historia concreta y que, por otra, se hallan sumergidos en el mar de las significaciones sistémicas dominantes, combate o no con éxito esa dimensión de la temporalidad de la que debemos pretender ponernos a salvo. Pues bien, sin asistir a las representaciones, de ésta o de otras obras de teatro, claro, nunca se podrá afrontar su alusividad. Ni tan siquiera imaginar su significado como posible materia de experiencia en la vida.
Como dice Debord, la experiencia del arte proporciona al mundo el sueño de un tiempo del que se ha de alcanzar en cada momento la conciencia para vivirlo realmente. Así también lo dice Marina Garcés (Nueva ilustración radical, Anagrama, 2017, págs. 74-5): lo que necesitamos es elaborar el sentido de la temporalidad […]. No os creemos, somos capaces de decirles a los poderosos, mientras desde muchos lugares rehacemos los hilos del tiempo y del mundo con herramientas afinadas e inagotables.
Es decir, frente al nihilismo inducido por el sistema del capital, y a una estructura emotiva del tiempo, necesitamos no un regreso a alguna ya imposible dimensión de tener otro futuro, sino elaborar otros posibles significados de la temporalidad. La realidad de hoy nos revela un sentido profundo de esta obra: No vivimos en el tiempo, sino que somos tiempo.