12 de junio de 2013 - 12 de junio de 2024

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años de periodismo
#TrabajoSocial en tiempos de pandemia

Sin reparto de cuidados no hay democracia /5

El cuidado es un valor igual de importante que la justicia, pero que nos compete a todos. ¿Por qué? Pues porque todas las personas, sin excepción, necesitamos cuidar y ser cuidadas para poder, simplemente, vivir

María José Aguilar

De los tres valores que fundamentan las democracias modernas, sólo la Libertad y la Igualdad hemos conseguido que se traduzcan en Derechos: civiles y políticos (libertad individual), y sociales y económicos (igualdad), respectivamente.

Sólo en condiciones de igualdad pueden ejercer realmente su libertad todos los miembros de una comunidad política. Y esas condiciones de equidad sólo puede proveerlas el Estado. Mediante la Justicia, que es un valor que le compete en exclusiva.

Para que libertad e igualdad funcionen a la par, sin que la primacía de uno anule al otro (que es lo que viene ocurriendo), es imprescindible la concurrencia del tercer valor: la Fraternidad. Pero, como dijimos, se trata de un valor eclipsado que no se ha llegado a concretar en un conjunto de derechos garantizados (como lo son otros derechos).

La fraternidad tiene que ver con el cuidado. El valor del cuidado nos compete a todos, a diferencia de la justicia que compete al Estado.

El cuidado es un valor nuevo que se ha puesto de manifiesto como un valor básico de las mujeres. Carol Gilligan fue quien primero lo analizó en la evolución de la conciencia moral. Ella llamó la atención sobre el cuidado de las personas (de unas a otras) como valor relegado de la vida pública, como valor asociado a la vida doméstica, privada, desempeñado sólo por mujeres, al habérsenos adjudicado a nosotras -histórica y culturalmente- el cuidado de hijos, enfermos, ancianos, padres, etc. Dice Gilligan que la justicia, al ser un valor asociado a la vida pública, es en cierto modo un valor “masculino”, regulado mediante un contrato (leyes y obligaciones mutuas) entre el Estado y los individuos. Un contrato por el que cedemos parte de nuestra libertad al Estado, a cambio de que éste nos proteja.

Pero el cuidado, a diferencia de la justicia, no es un valor que sólo compete al Estado. El cuidado es un valor igual de importante que la justicia, pero que nos compete a todos. ¿Por qué? Pues porque todas las personas, sin excepción, necesitamos cuidar y ser cuidadas para poder, simplemente, vivir. Todas las personas, para no morir, necesitamos ser cuidadas por otras en periodos largos de nuestras vidas. Todos nacemos (y morimos) dependiendo del cuidado de los demás. Desde que nacemos necesitamos el cuidado de otros durante bastantes años para sobrevivir. Lo mismo cuando enfermamos, cuando perdemos capacidad funcional y autonomía (ya sea de forma temporal o permanente), cuando envejecemos. Dicho brevemente: todas las personas, a lo largo de nuestra vida necesitamos cuidados. Tenemos que cuidar a otros y ser cuidadas por otros, como condición absolutamente necesaria para el desarrollo de la vida.

Por eso debemos tomar conciencia de la necesidad de construir y organizar lo que Joan Tronto llama una “democracia cuidadora”, una democracia capaz de detectar las necesidades de TODOS sus miembros y de repartir responsabilidades. Porque el valor del cuidado nos compete a todos.

Detectar necesidades implica desarrollar sensibilidad para captar nuevos problemas, riesgos, necesidades de cuidado que a lo mejor antes no existían o se expresaban socialmente de otros modos. Desarrollar la empatía social y estar atentos a lo que otro requiere para que la vida sea sostenible. Para que la vida puede ser vivible, es decir, digna, merecedora de ser vivida. Eso implica la capacidad de dar y recibir cuidados. Cuidarnos es la nueva revolución, dice Marina Garcés. Un tema clave del feminismo, la acción barrial, la autodefensa local o el trabajo social; aunque a veces se parezcan demasiado a los cuidados paliativos.

Repartir responsabilidades significa establecer qué le compete al Estado (a las administraciones públicas) y qué nos compete a las personas, a las familias, al voluntariado. Nadie puede escapar de las responsabilidades del cuidado. Los hombres tampoco. Como dice Fernando Fantova, la crisis de los cuidados nos enfrenta al reto de reformular el contrato social, el contrato de género entre hombres y mujeres, el contrato intergeneracional, el contrato entre regiones del mundo y el contrato entre el presente y el futuro. Y es que, la crisis de los cuidados (que en estos días de pandemia y confinamiento global se muestra con toda su crudeza) “ayuda a colocar la sostenibilidad (global) de la vida (buena) en el centro del diagnóstico y las propuestas”.

No todo el cuidado debe ser provisto por el Estado. Ni todo el cuidado debe estar profesionalizado. La ciudadanía debe hacerse responsable de determinados cuidados (lo estamos comprobando estos días también). Para un adecuado reparto de responsabilidades en una democracia cuidadora, conviene diferenciar el autocuidado (personal) y el cuidado primario (familiar, comunitario), del cuidado como “bien que debe ser producido por las políticas sociales”. Es decir, el cuidado que deben recibir las personas que no pueden cuidarse a sí mismas. Como tan acertadamente explica Fantova: el cuidado adquiere el carácter de bien público cuando se reconoce el Derecho a recibir determinados cuidados en determinadas situaciones o circunstancias. Las relaciones de cuidado son fundamentales para el desarrollo humano, pero cuando los vínculos familiares y comunitarios para proveerlos no existen o son insuficientes, es responsabilidad pública que debe ser ejercida, procurando las acciones de cuidado que aseguren el desarrollo humano y la sostenibilidad de la vida. Hablamos entonces de cuidados profesionales. De cuidado formal. Ya sean temporales o “cuidados de larga duración”.

No olvidemos que cuidado y sexismo van de la mano. La eliminación del sexismo y la socialización del cuidado también.

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