Simone Weil fue una filósofa, escritora y activista social francesa nacida el 3 de febrero de 1909 en París y fallecida el 24 de agosto de 1943 en Ashford, Reino Unido. A lo largo de su corta vida, Weil dejó una profunda marca en la filosofía, la teología y la política, destacando por su compromiso con la justicia social y su aguda crítica a las desigualdades.
Weil provenía de una familia judía agnóstica. Su padre, médico, y su madre, pianista, proporcionaron un ambiente intelectualmente estimulante en su hogar. Desde joven, demostró una notable inteligencia y una inclinación hacia la reflexión filosófica y política. Estudió en la École Normale Supérieure, donde se destacó académicamente y entró en contacto con figuras influyentes como Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre.
A lo largo de su vida, Simone Weil se involucró activamente en cuestiones sociales y políticas. Trabajó en fábricas para entender las condiciones de los trabajadores y se unió a la lucha en la Guerra Civil Española en el bando republicano. Su participación activa en movimientos sindicales y su compromiso con la justicia social influyeron profundamente en su pensamiento.
Entre sus escritos más destacados se encuentran «La gravedad y la gracia», donde explora temas teológicos, y «La condición obrera», donde aborda las experiencias de los trabajadores en la sociedad industrial. Sus escritos a menudo expresan una profunda compasión por los menos privilegiados y una crítica incisiva a las estructuras de poder.
Simone Weil murió a la edad de 34 años en circunstancias misteriosas. Su legado perdura a través de sus escritos, que continúan siendo objeto de estudio y reflexión en diversos campos académicos. Su enfoque holístico en la búsqueda de la verdad, la justicia y la conexión espiritual sigue inspirando a aquellos que buscan comprender y abordar los desafíos éticos y sociales de la vida.
Este es un extracto de Echar Raíces (1943). Editorial Trotta, 1996. Págs. 48-50.
La verdad
La necesidad de verdad es la más sagrada de todas. Sin embargo nunca se habla de ella. Cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza incluso en los libros de los autores más reputados da miedo leer. Pues se lee como se bebería el agua de un pozo dudoso.
Hombres que trabajan ocho horas diarias hacen el gran esfuerzo de leer por la noche para instruirse. Como no pueden ir a las grandes bibliotecas a verificar lo que han leído, creen todo lo que figura en los libros. No hay derecho a que se les dé de comer algo falso. ¿Qué sentido tiene alegar que los autores van de buena fe? Ellos no hacen ocho horas diarias de trabajo físico. La sociedad les alimenta para que dispongan de tiempo libre y se tomen la molestia de evitar el error. Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto.
Con mayor razón resulta vergonzoso que se tolere la existencia de diarios de los que todo el mundo sabe que ningún colaborador podría permanecer en el cargo si a veces no aceptara alterar conscientemente la verdad.
El público recela de los diarios, pero esa desconfianza no le protege. Como sabe que un diario contiene verdades y mentiras, reparte las noticias entre las dos rúbricas, pero al azar, según sus preferencias. De este modo sigue expuesto al error.
Todo el mundo sabe que cuando el periodismo se confunde con la organización de la mentira constituye un crimen. Pero se considera un delito impunible. ¿Qué impide castigar una actividad cuando ha sido reconocida como criminal? ¿De dónde proviene esta extraña idea de crímenes no punibles? Se trata de una de las deformaciones más monstruosas del espíritu jurídico.
¿No es hora ya de proclamar que todo crimen es punible, y que llegado el caso se está dispuesto a castigar todos los delitos?
Algunas sencillas medidas de salud pública podrían proteger a la población de los atentados contra la verdad.
La primera podría consistir en crear tribunales especiales de gran honorabilidad compuestos por magistrados especialmente elegidos y preparados. Se encargarían de castigar con la reprobación pública todo error evitable, y podrían infligir penas de cárcel en caso de frecuente reincidencia agravada con manifiesta mala fe.
Por ejemplo, un amante de la Grecia antigua que leyera en el último libro de Maritain: «los mayores pensadores de la antigüedad no pensaron en condenar la esclavitud», citaría a Maritain ante uno de estos tribunales. Aportaría el único texto importante que nos ha llegado sobre la esclavitud, el de Aristóteles. Haría leer a los magistrados la siguiente frase: «algunos afirman que la esclavitud es absolutamente contraria a la naturaleza y a la razón». Haría observar que nada permite suponer que entre esos «algunos» no estén los más grandes pensadores de la antigüedad. El tribunal censuraría a Maritain por haber impreso una afirmación falsa cuando le era tan fácil evitar el error, que constituye, aunque sea involuntariamente, una calumnia atroz contra toda una civilización. Todos los periódicos diarios, semanales o de otro tipo, las revistas y la radio estarían obligadas a poner en conocimiento del público la censura del tribunal y, en su caso, la respuesta de Maritain. En este caso concreto difícilmente podría darla.
Cuando Gringoire (Semanario de orientación política ultraderechista) publicó in extenso un discurso atribuido a un anarquista español anunciado como orador en una reunión parisina pero que en el último momento no había podido salir de España, un tribunal semejante no habría estado de más. Siendo en ese caso la mala fe más evidente que dos y dos son cuatro, la cárcel quizá no habría sido demasiado severa.
En un sistema así se permitiría llevar la acusación ante los tribunales a cualquiera que detectase un error evitable en un texto impreso o en una emisión de radio.
La segunda medida consistiría en prohibir absolutamente la propaganda de todo tipo en la radio o en la prensa diaria. A estos dos instrumentos sólo se les permitiría servir información no tendenciosa.
Los tribunales en cuestión deberían velar por que no lo fuese.
Respecto de los órganos de información, deberían poder juzgar no únicamente las afirmaciones erróneas, sino también las omisiones voluntarias o tendenciosas.
Los medios de circulación de ideas que deseasen darlas a conocer sólo tendrían derecho a órganos semanales, quincenales o mensuales. No es en absoluto necesaria una periodicidad mayor si lo que se pretende es hacer pensar y no embrutecer.
La corrección de los medios de persuasión quedaría garantizada por la vigilancia de esos mismos tribunales, que estarían autorizados a suprimir un órgano en caso de alteración excesivamente frecuente de la verdad. Si bien los redactores podrían hacer reaparecer la publicación bajo otro nombre.
Todo esto no supondría el más mínimo perjuicio a las libertades públicas. Se satisfaría la más sagrada necesidad del alma humana: la protección contra la sugestión y el error.
Pero ¿quién garantizaría la imparcialidad de los jueces?, se objetará. La única garantía, aparte de su total independencia, consiste en que procedan de medios sociales diferentes, que estén dotados naturalmente de una inteligencia amplia, clara y precisa, y que hayan sido formados en una escuela donde no se les dé una educación jurídica sino principalmente espiritual y secundariamente intelectual. Es necesario que se acostumbren a amar la verdad.
No hay posibilidad alguna de satisfacer en un pueblo la necesidad de verdad si para ello no pueden encontrarse hombres que la amen.