Este sábado, 10 de febrero se celebró la gala de la entrega de Premios Goya 2024. Estuve viéndola un rato. Me pareció bien. Comedida, sin estridencias salvo en algún vestuario, y sincera, por ejemplo en la recreación inicial de Mi gran noche por Amaia y David Bisbal, tan conscientemente alejada de los tópicos de una canción tan preferida y tan gesticulada en las sesiones populares de karaoke. Aquello comenzaba de forma esperanzadora.
No puede decirse que sea aficionado al cine. En los últimos 40 años aproximadamente he intentado ir al cine cinco o seis veces, pero no he durado ni diez minutos en la sala. Hasta que me ha parecido que se hacía alguna concesión inapropiada, o fuera de lugar, a la complejidad formal, o al imaginario cultural estabilizado, que me hiciera retorcerme en la butaca y tener que salir para prevenir la repetición de dicho efecto. Me ha pasado con muchos maestros.
Cuando cursaba los últimos años de Bachillerato, a mediados de los años sesenta, había en el Instituto una profesora de Inglés, yo cursaba Francés y por eso no la conocía mucho. Era guapa sin ser despampanante. Creo que estaba soltera, que se llamaba Teresa y parecía triste. Contaban que había sido script en las producciones españolas de Samuel Bronston de aquellos años. Es probable que sufriera la violencia machista usual en aquellas circunstancias y que decidiera alejarse de aquello para ser profesora de instituto.
Era muy agradable. Por propia iniciativa, nos regaló para aquella situación, lo pueden imaginar, un valioso curso de cine: lenguaje, recursos técnicos, trucos, gramática expresiva, planos, tiempos narrativos, etc. Y, luego, y en combinación nos llevaba a las salas de proyección en las que asistíamos a las películas de estreno en la ciudad, aunque eran anteriores en la producción, de aquellas que decían para mayores con reparos, aunque muchos de los compañeros no éramos mayores de edad. En particular, y entre otras, recuerdo dos películas notables: West Side Story (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins, y El manantial de la doncella (1960), de Ingmar Bergman.
Luego, durante los estudios universitarios proseguí con la afición. Me consideraba cinéfilo, y recuerdo las complicaciones para asistir a las películas prohibidas, por razones obvias de vivir en una dictadura, como El acorazado Potemkin (1925), Serguéi Eisenstein, o el documental Morir en Madrid (1963), de Frédéric Rossif. Estaba un poco al tanto de las revistas, seguía a las directores reconocidos, Renoir, Fellini, Wellman, etc., los considerados maestros.
Incluso, cuando llegué e Albacete, recuerdo todavía asistir a alguna proyección semiclandestina en la sala de cine del Seminario. Luego con la tiranía del cine demasiado comercial al que nos teníamos que acomodar fui perdiendo interés. Uno se esforzaba por asistir a las proyecciones de las películas premiadas con algún o varios Oscars, y todas resultaban decepcionantes. Todas blanditas, sentimentales, muchas veces inundadas de afectación, y todas beligerantes descaradamente, lo vemos ahora, en eso que llamamos la promoción de la sensibilidad del individuo neoliberal. Se decía de broma pero era cierto: la protagonista agraciada se podía casar con el hijo del gánster, pero no con el hijo del sindicalista.
Así que me dije: no veo ya películas premiadas con algún Oscar. Y me comenzó a funcionar. Al cabo de un rato las películas premiadísimas dejaban de verse con interés, hacían agua, se les veía el cartón. En cambio, comenzaron a aparecer listas de películas con escaso éxito en los Oscar que luego se revelaban importantísimas, y acababan reorientando la estética y la forma de hacer cine posteriores.
Lo he seguido comprobando al ver en la televisión posteriormente algunas de las películas premiadas e hiperpublicitadas. Películas archirrepetidas que nunca he logrado concluir.
El caso es que ya no sé ir al cine. Casi, ni cómo sacar la entrada. Ni qué hacer al llegar. Compro palomitas, por si está mal visto no comprarlas, un refresco si pudiera ser light, me quito la gorra o no me la quito, etc. Por lo menos necesito un tutorial. O dos.
Y luego a lo que interesa. En el texto de W. Benjamin preparatorio de una conferencia, para el 27 de abril de 1934, que no se llegó a celebrar y que tampoco se publicó podemos leer: “… actúa de manera contrarrevolucionaria el escritor que experimenta su solidaridad con el proletariado solamente en su mentalidad, y no en tanto ya que productor”. (Escritos políticos. ADABA. Madrid. 2012. Pág. 97).
Si se hace una breve traslación del vocabulario de entonces al actual, nos encontraríamos con autores cinematográficos que se manifiestan en su mentalidad, en su pensamiento, como opuestos y beligerantes contra la ola del aberrante radicalismo de derechas tan parecido a aquel que ocurría en los tiempos de la frustrada conferencia de Benjamin, pero los esquemas de producción están mimetizados con el modus de la gran industria cinematográfica. Entonces, el escritor no resultaba políticamente eficaz, ¿y ahora el autor cinematográfico? Ofrece resistencia pero acaban engullidos en ese dispositivo que reproduce esas sensibilidades y esos deseos del individuo producido por el orden neoliberal que hace posible las tendencias fascistas que se están desarrollando y que hacen temer su preponderancia en las elecciones europeas.
Ahí estamos. En Crítica de la cultura y sociedad II. Akal. 2009, Pág. 668, Puede leerse: “… el comportamiento del individuo, aunque su voluntad sea pura, no alcanza a una realidad que prescribe al individuo las condiciones de su actuación. Desde entonces no sirve ninguna reflexión no política sobre la praxis”.