En el parque de Abelardo Sánchez se puede pasear tranquilo a cualquier hora del día, es un espacio amplio, agradecido, en el centro de la ciudad, donde incluso rodeado de personas se puede disfrutar de cierta soledad tranquilizadora y sedante. Pero es a primera hora de la mañana, cuando apenas hay unas cuantas personas corriendo, cuando se pueden apreciar ciertas características propias de este rincón conocido como el pulmón de Albacete. Observando y sin marearse en contar, apenas cinco personas como máximo y dependiendo de los días corren alrededor del recinto, otros tantos por el interior.
Del resto de personajes protagonistas e imprescindibles añadimos los trabajadores de la contrata encargados del mantenimiento del parque y los niños del Instituto Número Uno que salen a hacer sus cuarenta minutos de Educación Física a lo largo del paseo central.
El parque está tan tranquilo que las ardillas se vuelven descaradas, te observan desde las ramas más bajas incluso desde apenas unos centímetros, soportando tu mirada si eres capaz de aguantarla. Porque dicen los zoólogos más especializados que la mirada de la ardilla es como la de esos locos de las películas de Serie B: nunca sabes si te van a lanzar un beso, si te van a cortar el cuello, o si no van a hacer nada. Las ardillas suelen salir corriendo hacia lo más alto del árbol, pero eso es algo que solo supones, podrían saltarte al cuello. Algunos de esos mismos zoólogos dicen que es una característica propia de la zona de origen de las mismas, la Sierra del Agua.
Los paseantes del Abelardo Sánchez lo suelen hacer con la mirada puesta en los pies, en los posibles baches del camino y en los coches que circulan al otro lado de la verja, muchos de ellos concentrados en sus auriculares. Los chicos y chicas del “Uno” se limitan a mirar de reojo al profesor, y hacen pequeñas trampas, escondidos tras los setos o el templete de música, mientras corren. Es más divertido observarse con detenimiento adolescente los unos a los otros.
Pero aparte de estos habituales, existen otros dos habituales en el Parque de Abelardo Sánchez. Uno es el señor de la silla de ruedas, el buscador de rayos de sol. Si te acercas a preguntarle, te dice, sin la menor duda, a qué hora y en qué sitio te puedes situar si quieres aprovechar los rayos de sol albaceteños. No es un paseante porque circula en su silla de ruedas; no es un paseante, es un observador disimulado. Bien abrigado, cubierto con una manta para las piernas, es parte viva y activa del paisaje.
Un poco más allá, arropado por arbustos similares a los de los deportistas adolescentes del “Número Uno”, en uno de los bancos semiocultos se sitúa un señor escueto de formas. Con sus manos huesudas de profesor jubilado anota en una libreta cuidada con un lapicero, decenas de palabras, números y códidos en unas tablas que harían palidecer de envidia al creador de Excell.
A diario se le puede observar observando y anotando en su banco predilecto. Apenas levanta la mirada de sus anotaciones, sólo apunta sin levantar la mirada: cada vez que paso yo, cada vez que pasan los chavales, cada vez que un jardinero recoge una hoja. Es el estadista del pulmón de Albacete. Según cuentan los trabajadores más veteranos del parque, podría enumerar las veces que una ardilla escaló la tapia para alcanzar la calle Ancha, podría descubrir los profesores del Sabuco que escondieron su amor prohibido o las veces que los distintos subdelegados de gobierno y gobernadores civiles han salido a fumar un pitillo al balcón del palacete.
El estadista podría narrar cosas más triviales como las vueltas que dan al parque los corredores habituales o detectar el humor de quienes, como yo, apenas somos capaces de ver más allá de nuestras pisadas y los posibles baches del camino.
En cualquier caso, cualquier parecido con la realidad es pura ficción.