No he podido evitarlo: revisando la prensa de fin de semana con mi niño y sus galletas, entre sorbo y sorbo de café he visto a un par de chavales ascendiendo a un poste en la frontera española (la del Sur, como es de suponer), y me ha venido a la memoria cuando unos jóvenes estudiantes lo hacían en el Instituto número 4 de Albacete, el de la estación.
Antes de la época en que las puertas de los centros escolares se cerraran a cal y canto (por miedo a los que entraban y por miedo a los que salían), antes de que pusieran vigilantes de seguridad, los chicos íbamos a nuestro aire de acá para allá. Más o menos… y no todos, claro.
Salíamos a las panaderías cercanas a almorzar antes de tiempo, nos sentábamos en el suelo apoyados contra la pared, paseábamos por el parque de la mano con alguna chica romanticona y, si los ahorros y la paga nos lo permitían, íbamos al ‘Copete’ a almorzar como los trabajadores de la construcción, con bocadillos y litros de cerveza.
Todo esto era antes de que los adolescentes se volvieran malos, malísimos, inquietantes y preocupantes, con un futuro incierto, hipnotizados por las redes sociales y los vídeojuegos. Nosotros, en los años 80 y 90 teníamos el futuro claro, sencillo, impoluto, ¡nada nos hipnotizaba!
Tan claro teníamos nuestro futuro que, entre clase y clase, nos escapábamos a dar un paseo por los alrededores del Instituto. Y sí, una de nuestras atracciones más divertidas era ascender por una torreta instalada a pocos metros del centro educativo. Apenas existían vallas de separación, sí las había pero las traspasábamos para ir al otro lado de la vía, porque las vías estaban a menos metros aún que la torreta.
Entonces los más valientes ascendían hasta lo alto a contemplar el Instituto, la estación de autobuses, la estación de trenes, el parque Lineal, el barrio de San Antón entero. Poesía visual. Una imagen similar a la que tuvo Azorín, esta vez desde una torreta a diez metros del suelo.
El protocolo de seguridad era el siguiente: RENFE llamaba al Instituto, en el Instituto lo comprobaban desde la ventana, salían corriendo a llamarnos la atención y, cuando querían llegar, allí no quedaba ningún estudiante. Esos mismos estudiantes que ahora tienen cuarenta años y podrían ser jueces, abogados, profesores, enfermeros, empresarios, o parados. Incluso concejales.
Al ver las imágenes de dos chavales procedentes de África escalando torretas, esos chicos que viajan a España para vivir mejor o sólo para sobrevivir, no puedo sino comparar. Sólo a nivel mental, claro.
¿Qué queríamos nosotros, simples adolescentes?
Llamar la atención, perder el tiempo, pasarlo bien, demostrar ante las chicas que éramos más valientes y/o varoniles, escapar del tedio de las clases, quién sabe.
¿Qué quieren esos chicos que se juegan la vida? Tendríamos que preguntárselo a ellos pero seguro que no recuerdan la anécdota con una sonrisa en la boca, mientras desayunan un café junto a su hijo, que devora galletas.