«Hacía cuatro años que esperaba una intervención de Hallus Valgus (el ‘juanete’ de toda la vida) porque cuando fui al especialista y le hablé de mi maltrecho pie, de que ya no podía caminar demasiado y el dolor era insufrible, me puso en lista de espera porque la operación era la única solución a mis males.
Hace tres meses, una mañana en la que ya no me acordaba de la operación pendiente (solo de los familiares de la presidenta de turno), recibí una llamada de una señorita muy agradable en la que proponía, todo gratis, con la mejor asistencia y últimas tecnologías en una clínica privada asistida por hermanitas de la caridad. Una perorata de varios minutos en la que casi me tenía convencida, hasta que la agradable señorita le dio el toque final a la llamada: una amenaza de situarme de nuevo la última de la lista de espera si no aceptaba la proposición. Surgieron las dudas…
Pero ya os podéis imaginar todos que acepté el reto, más que nada porque no podía ni llegar a la vuelta de la esquina sin que el simpático juanete me empezara a doler como si me hubiese pasado por encima un 4×4. Así que en pocos días me hicieron unas pruebas en una clínica privada de la ciudad y me citaron un miércoles para hacer el “turismo sanitario de Cospedal por Madrid”.
Llegado el día, un familiar me llevó en coche a la clínica cristiana, pues la idea de estar a las 5 de la mañana para subir a una ambulancia y hacer paradas en numerosos pueblos de la región y llegar 6 horas después al final del trayecto, no me hacía mucha gracia. Llegamos a la hora prevista a una clínica modesta en el centro de Madrid, con un parking amplio pero de pago y donde una señorita me pidió los datos y, como si no fuese importante, me informó que el médico que debía operarme no había venido, que sería “otro con mucho prestigio”, un famosillo que operaba a otros famosillos de este país.
Lo del “famoseo” no me inspiró confianza, era el primer ¡zás! en toda la boca, pero me senté a esperar al igual que otras 100 personas en una sala con una capacidad para 20 (2º ¡zás!). Durante las 3 horas que duró la espera (3º ¡zás!) mis nervios se convirtieron en convulsiones al ver entrar y salir por su propio pie y con cara de espanto a numerosas personas que, ingenuas como yo, querían acabar su sufrimiento con una intervención “sencilla” en la capital de España, situación que me recordó a las ovejas entrando al establo para que las esquilen.
Cuando escuché mi nombre me dirigí al redil como los otros, fingiendo estar tranquila, cuando un hermoso joven me acompañó al quirófano, me puso la bata verde transparente y me dejó nuevamente esperando, viendo como salían las ovejas, -perdón, pacientes-, por su propio pie, mareados, descompuestos, pidiendo compasión con la mirada… hasta que el hermoso joven me acompañó al zulo-quirófano para la intervención, me acostó en una lápida (por el frío no podía ser otra cosa) y con esos ojos negros como mi futuro en la clínica, me dijo que me aplicaba una máscara de oxígeno para tranquilizarme y me dejaba en buenas manos.
Tonta de mí, creyendo que eso era verdad, me dejé hacer, primero por un anestesista que bien podía haber sido un banderillero por los 8 o 9 pinchazos insufribles a los que me sometió (¡zás!), ignorando mi queja al decirle que me habían prometido una anestesia epidural, que eso era lo que había firmado, y luego por el traumatólogo famosillo, que cuando empezó su faena -con mi pie más despierto que una abubilla- me espetó que me estaba quejando demasiado (¡zás!).
Con un ataque de nervios, de ansiedad y de ganas de matarlos allí mismo, empecé a gritar que me dolía, que me dolía mucho (os ahorro las palabras malsonantes) y fue cuando el anestesista-torero dijo más ancho que largo: “esta anestesia es una mierda”, a lo que contestó una enfermera justificándose: “es lo que trajeron esta mañana”. Lo que sucedió a continuación no lo puedo expresar con palabras, no encuentro en este idioma algo que exprese tal grado de dolor al comenzar de nuevo con los banderillazos, en el pie y en el brazo, pues me inocularon una sustancia que me dejó más blanda que una almohada de plumas para poder seguir (¡zás, zás, zás!).
Supongo que en ese rato -del que me acuerdo muy poco-, me “arreglaron” el problema causante de mi presencia allí y una amable señorita me ayudó a bajar de preguntándome dónde tenía la “zapatilla especial juanetes operados”, supongo que por mi cara de cordero degollado adivinó que no sabía de qué me estaba hablando y me dijo que esperara un momento para que pudiese llamar a mis familiares para que me recogiesen y me vistiesen. Con la boca más pastosa que un bocadillo de polvorones y la cabeza dando vueltas cual molinillo al viento, le pregunté si no podía recogerme un celador, ella, con la mirada en el suelo me contestó que no había, que algún familiar me debería de acompañar fuera del quirófano y más o menos, que eso había terminado, que allí estaba la puerta, que encantada de haberme conocido y me deseaba lo mejor –por su cara adiviné ella sabía de sobra que lo mejor no era lo que me esperaba-.
Por fin vino el familiar a sacarme de ese infierno pintado de color verde, me ayudó a vestirme y con total frustración ante ese panorama, fue a por una silla de ruedas 3 pisos más abajo, a la sala de urgencias. Agradecida por su rescate, le pedí que por favor, que me llevara lejos de aquel edificio inmundo lo más rápido posible. Después de dos horas y media de viaje en un coche particular, sin observaciones ni controles médicos, llegué a casa, al paraíso, nunca la había visto tan bonita, ni había notado una cama más confortable.
La primera revisión fue en 15 días y obligatoriamente debía ser en la clínica privada de la ciudad.
Pese a mis quejas de la mala experiencia, de los dolores que tenía y de que no podía poner el pie en el suelo aún, el traumatólogo se limitó a decirme que todo iba genial y que me vería en unos 20 días. No llegaron a pasar porque tuve que pedir una cita urgente, el tamaño y color de mi pie no me parecía que fuese del todo normal, pero al simpático traumatólogo sí se lo parecía y me dio el alta.
Como mi preocupación era enorme, consulté a mi médica de cabecera, que puso una cara de espanto al ver la masa deforme y violeta que antaño fue un pie. Me confesó que conocía a muchas personas víctimas del turismo sanitario de Cospedal, muchas quejas habían llegado a su consulta y no quiso seguir hablando pero su indignación era manifiesta.
A los pocos días pedí una nueva cita para ver a mi traumatólogo preferido, cierto es que no me puso ninguna pega y reconoció que mi extremidad no estaba bien, mi dedo volvía a estar torcido, el pie hinchado y con el color de los arándanos. El Hallus Valgus volvía a aparecer en escena, el juanete había ganado la batalla y la duda de que la operación hubiese tenido éxito se despejó inmediatamente. Aunque el señor traumatólogo quitaba hierro al asunto, me aconsejaba que dejara pasar el tiempo, que me comprara unos zapatos especiales, etc.
En este momento, la historia de mi pie está en manos del hospital, concretamente en una extensa reclamación que me han obligado a presentar en el servicio de Atención al Paciente, ante lo que yo considero como una negligencia médica en toda regla. Mi juanete sigue conmigo, incluso ha crecido en este tiempo, como diciendo: “aquí estoy yo, ¿qué te pensabas?” y por ahora caminar con normalidad no es uno de mis fuertes.
Para terminar mi relato me gustaría expresar mi indignación con los recortes y las políticas que el gobierno de Castilla-La Mancha está aplicando a nivel general y en concreto a la sanidad pública. Es indignante que teniendo en esta ciudad dos hospitales públicos y un personal magnífico, se tenga que enviar a los pacientes a otras comunidades, quizás para hacer sus negocios, porque el ahorro no es justificable si la salud de las personas se pone en juego. Testimonios de numerosas personas confirman que estas prácticas son una chapuza para vender unos datos con fines electoralistas. Nosotros no contamos.
Hasta que despertemos…»