Hace unos años, cuando quién esto escribe enfrentaba en las lides de la política local a la derecha, del ya de por sí muy conservador pueblo mío de La Roda, me corroía las entrañas una sentencia que escuchaba a diestro y siniestro. Más bien a diestro que a siniestro.
«Si son todos iguales. Yo no voy a votar a ninguno, que lo sepas, aunque tú me caes bien, Perea…, pero esta vez no voy a votar a nadie«. Si al menos no me vota -pensaba, iluso de mí- que por lo menos se quede en casita el día de las elecciones.
Luego llegaban las elecciones, y ese poso abstencionista que uno alimentaba -ya se sabe, si éste es de derechas difícilmente me va a votar, pero al menos que no vote al adversario- se quedaba en nada, ante la evidencia censo en mano, de que el fulano había votado. Y que no me había votado precisamente a mí…
No me cuesta imaginar en estos días de procesamientos, imputaciones y autos de ingreso en prisión con fianzas millonarias a cuenta de la porquería de la corrupción, que esos mismos personajes que me acariciaban el hombro, mientras me prometían quedarse en casa, estarán haciéndose parecidas reflexiones estos días.
Debe ser duro para un empresario de derechas de toda la vida, que en algún momento incluso se planteó formar parte de las listas del PP, defender públicamente a un partido literalmente enfangado en la corrupción más obscena, mientras en los últimos años le embargaban maquinaria, le cerraban la línea de crédito, perdía clientes y le freían a impuestos a un tiempo.
Y sin embargo, llegado el momento de la verdad, me cuesta creer que ese potencial votante, que para lavar su conciencia tira por elevación y mete en el mismo saco a toda la denostada casta política, se quede en su casa dentro de seis meses y no opte por votar al PP de nuevo.
Y mientras, ¿la izquierda qué?
Contra eso tiene que luchar una izquierda también salpicada por la inmundicia en sus filas. Y no solo la izquierda más denostada, la de un PSOE que mira por los dos retrovisores para encontrarse en el amplio hueco que media entre el presidente del silencio soez ante la corrupción y la retórica revolucionaria de Podemos.
Un PSOE que luchará contra la evidencia unánime de que, llegado el momento, cuando Rajoy apele a «la gente normal y con sentido común» -como si el resto fueran anormales- hay un porcentaje de votantes inmunes a la pestilencia de la corrupción, en los que pesa más el recuerdo ideológico cuadriculado, uniforme, irracional. El porcentaje que le garantiza un capacho de votos difícilmente medibles en encuestas aparentemente apocalípticas para sus siglas, como las que afloran en estas fechas y vaticinan un derrumbe que no se dará.
Qué pasará…
Y si no, al tiempo. Porque cuando dentro de seis meses, alguno tire de hemeroteca y recupere estas reflexiones, tendrá ocasión de corroborar si quien esto escribe andaba o no en lo cierto en relación a estos vaticinios.
Quizás me puede el pesimismo ontológico de quién mira desde la lejanía del bacón de los Pirineos a un país que se desliza por el precipicio de lo banal. Pero la evidencia de tantas derrotas, de tantas inercias malsanas, de tanto silencio cómplice ante la evidencia de que entregábamos el timón a los mediocres de la tripulación, a los-leales-por-encima-de-todo, me lleva a contemplar la deriva con la certeza de que ni el grito en el cielo, ni las reacciones exageradas, cambiarán realmente la estética del poder en España.
La que se sigue alimentando de contactos, contratas, afinidades y lealtades perrunas.
Malos tiempos para la lírica, aunque a fuerza de ser sincero, no hay mejor lírica que la que se acaba pariendo en épocas decadentes y crepusculares como la que vive la España aparentemente descreída de todo de nuestros días.
Dentro de unos meses, cuando en las Municipales me encuentre con uno de tantos que puso el grito en el cielo ante el enésimo caso de corrupción en España, otro más, le recordaré que tuvo en su mano la herramienta del voto. Y que, pese a todo, tapándose las narices si se quiere, siguió alimentando la rueda de la indecencia.