Se citaron en la esquina de Octavio Cuartero, lejos de su barrio y a mucha distancia de su entorno familiar, justo en la zona oscura bajo la mirada del palacete y sus enredaderas.
Ella miraba a un lado y a otro, tímida, atemorizada.
Él la miraba a ella, buscando sus ojos, buscando sus manos y peleando por un beso.
Un apareja azorada en la esquina, oculta tras un oportuno coche en doble fila.
Él se arregla los pantalones, se siente incómodo y ágil, no puede bailar pero le hormiguean los zapatos. Estira una mano hacia la mejilla de la doncella pero no consigue alcanzarla.
La dama se escabulle con delicadeza y una sonrisa. Las viejas tácticas y la feminidad aprendida en telenovelas venezolanas y muchas misas dominicales.
La dama observa su alrededor. Hacia un lado la calle ruidosa llena de coches y motocicletas con exceso de velocidad. Nadie podría verla. Al otro lado una calle sin apenas iluminación, con las aceras parcheadas, tiendas de tebeos, academias de inglés y artes diversos y coches en doble fila. Suficientes como para ocultar sus besos.
Él lleva años sin mirar a una mujer así.
Ella lleva años sin mirar a un hombre de esa manera.
Nadie los ha mirado de esa manera desde que enviudaron. De hecho, ni siquiera durante sus últimos años de matrimonio podrían recordar esa mirada de amor y pasión de sus respectivas parejas.
Porque la pasión de sus matrimonios había concluído mucho antes de que llegara la viudedad.
Ella se deja hacer.
Él se acerca con cautela y sus labios rozan las mejillas de ella.
Se sonrojan.
Ríen como adolescentes, como si apenas tuvieran 16 y no 85.
Ríen de la manera en que se carcajea quien no piensa en el mañana o el futuro.
Se dan la mano con suavidad. Sus arrugas y artritis no impiden la velocidad para esconderse de miradas inadecuadas, poco acostumbradas a la pasión y las risas de personas enamoradas en una esquina cualquiera bajo la mirada de un palacete.