Me pregunto, en el día después, por el sabor que me deja la escapada invernal a mi tierra. No es la primera que hago, de modo que el choque brutal con el paisaje de polígonos industriales abandonados, grúas congeladas en el tiempo, edificios a medio hacer o persianas cerradas -testigos de negocios que se fueron a pique- ya no me impacta del modo en que lo hizo en otro tiempo. Yo tampoco percibo la recuperación a velocidad de crucero que el Gobierno anuncia en la economía real, aunque las cifras macroeconómicas marquen que efectivamente, hay un cambio de tendencia.
Esta vez, me dejo caer por la política que un día llenó mi vida. La de reuniones, conciliábulos y algún acto concurrido. Intento compactar las percepciones en primera persona con las sempiternas tertulias televisivas. Nunca se habló tanto de política en España, y me sorprende ver el peso de los debates en franjas horarias antes copadas por Sálvames y Salsas Rosas. Pero la abundancia casa mal con la calidad, y ese es el dibujo que me llevo. Se habla y se escenifica con trazo grueso, en un conflicto artificial en el que conceptos igualmente gruesos delimitan frentes y etiquetan opciones políticas a la búsqueda del aplauso fácil y el titular tuitero.
Lo nuevo es Podemos. Una vanguardia rompedora que quiere encarnar, de forma cada vez más clara, el espíritu del PSOE del 82.
Lo viejo, para ellos, es casi todo lo demás. Especialmente ese PSOE del que saben que procede su mayor caladero de votos. Ahí han echado el anzuelo y ahí esperan marcar ese sorpasso (1) que la Izquierda Unida de Anguita nunca pudo materializar en sus tiempos de gloria.
Lo que permanece es el PP. Irreductible casa común de una derecha que abarca tanto como puede. Rajoy toma nota de los achaques del PSOE en su costado izquierd, y anda empeñado en blindar su lado más ultra tras los fiascos de la legislatura para congraciarse con su ala más derechista. Así cabe entender el nombramiento de Hernando como portavoz, los guiños al aznarismo o la, a mi modo de ver, más que probable reentrée (2) de Esperanza Aguirre.
¿El peso de las siglas seguirá siendo importante en el siglo XXI?
En política, y más en España, el peso de las siglas ha sido relevante desde la restauración de la Democracia en 1978. El valor afectivo de esos acrónimos servía para identificar, para acotar sentimientos de pertenencia, mucho más allá de los vaivenes ideológicos con los que, especialmente, en las formaciones de izquierda se articulaba formalmente cada cuatro años la actualización del ideario.
Hubo un tiempo en que las siglas lo podían todo. Esa combinación de acrónimos, llenaba la saca de votos hasta el 30 % del censo. Luego llegaba la excelencia, en forma de ese 10 o 15 % de votos que aportaban el valor añadido y el premio deseado, el gobierno, dependiendo de la valía del candidato y de la coyuntura general.
Lo que ha saltado por los aires no es el valor añadido. Porque sigo pensando que el PSOE tiene mimbres y solvencia ideológica para gobernar donde se proponga. Lo que ha fallado es la creencia ciega en ese suelo inamovible. En ese porcentaje de fieles inquebrantables, inmunes a los cambios de cartel que votaban y movilizaban el voto.
Es ahí donde la creencia en las siglas se desmorona por la izquierda. No es casual que las nuevas fuerzas emergentes renuncien a las siglas como factor de movilización afectivo. Son «Podemos» o «Ganemos», apelando al espíritu colectivo de una ciudadanía apaleada y humillada por los estragos de una crisis que ha roto la sociedad por el lado más débil.
La fe ciega en el efecto movilizador de las siglas es lo que matará a los partidos del futuro. Quienes aún hoy, nos sentimos fieles a las mismas, sabemos del efecto hipnótico de la música de campaña en un acto público. De la coreografía tantas veces vistas, de irrupción de líderes por el pasillo central estrechando manos camino de las sillas reservadas en primera fila a oradores y primeros espadas. Sé de lo que hablo, porque he respirado ese torrente de emociones.
Al PSOE le toca recuperar la confianza perdida de su suelo electoral
Ser conscientes de lo artificial y acartonado de ese formato es fundamental para que el PSOE no pierda su posición como referente ideológico de centro-izquierda. Un espacio que, por mucho que lo oculte, es el que quiere ocupar Podemos pese a su negación bíblica de las categorías ‘izquierda’ y ‘derecha’ como herencia del pasado. Porque saben que es ahí, en ese 4-5 de la escala entre ‘extrema izquierda ‘y 10, ‘extrema derecha’, donde se sitúa la mayoría de los votantes.
Al PSOE le toca trabajarse a ese 30 % de suelo electoral, como nunca antes lo había hecho. Sin economías de esfuerzo, como hicimos antaño, cuando dábamos por sentados los 120 diputados en el Congreso o un número indeterminado de concejales con escaño asegurado. Y a partir de ahí, el cielo.
Es ese universo de certezas el que marca un desafío en el que, más que nunca, debe primar el contenido sobre el continente. Porque ‘el continente’, ‘la marca’, ‘las siglas’… ya no son ni serán lo que fueron, por mucho sentimiento que le pongamos a conceptos como «casa del pueblo» o «compañeros», y por mucho que se nos erice el vello cuando escuchamos la sintonía de campaña.
Dejó dicho Napoleón que la artillería vencía las batallas y la infantería ocupaba el territorio. Al PSOE no le falta artillería. Puede vencer en el terreno ideológico a Podemos, Ganemos y demás ‘-emos’, con solvencia en planteamientos y experiencia a la hora de construir el estado de bienestar al que todos, incluido Podemos, queremos volver.
Donde flaquea es en esa infantería fiel, que se daba por segura en cada cita electoral.
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