«Tenemos que hablar». Cuando tu novia te decía eso, con la mirada huidiza y un rictus gélido en el rostro, un denso escalofrío recorría tu espalda. De sobra sabías de qué iría la conversación posterior, por mucho que te esforzaras en repreguntar con un inocente, «¿y de qué quieres que hablemos?», mientras tragabas saliva.
Ahora las urnas han dictaminado que, más que nunca, tenemos que hablar.
Las urnas abrieron por la mañana, cuando España todavía era un país de certezas bipolares. Lo que era rojo básicamente lo era por no ser azul y viceversa, con contadas excepciones en un mapa donde era sencillo definir. Donde nadie imaginaba sobrias ciudades castellanas como Zamora o Valladolid gobernadas por algo que no fuera la derecha capitalina, tan de rectas costumbres y sereno andar. Donde nadie con menos de 25 años podía dar testimonio de que Madrid o Valencia hubieran estado gobernadas alguna vez por la izquierda.
Por la noche, las urnas cerraron en un país que se acostó en mitad de una policromía desconocida desde los tiempos de la hoy repudiada Transición. Ya no había rojo y azul. O no solo. Aparecían el naranja y el morado, cuya irrupción dábamos por descontada pero también una pléyade de colores inesperados que dibujan cámaras y plenos en los que se dan por amortizadas las mayorías absolutas en esas vetustas castellanas o en los dos puntos terminales de la A-3. Bravo, Carmena, por cierto.
Decía Burke, que el poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Lo que han dicho los ciudadanos con sus votos es que es tiempo de parcelar el poder con mayorías relativas, visto el descrédito de los sistemas de alerta temprana de instituciones -judicatura, tribunal de cuentas, órganos reguladores- cuyos fallos clamorosos llenan las calles de frustración e indignación.
Lo que ha dicho la gente, además de propinar una soberana patada a Rajoy en el culo de alcaldes y barones del PP por todo el país, es que nadie es lo suficientemente bueno como para hacerse acreedor de mayorías aplastantes. Que nadie en exclusiva merece la llave de las instituciones para hacer de las mismas la terminal oficiosa del partido.
Resultaría ingenuo pensar que la proliferación de más actores implica el fin de la corrupción, de la mas visible o de la invisible. La de baja intensidad. La de enchufes y colocaciones. La de contratos menores y amistades peligrosas. Además, la cercanía de las generales provocará muchos movimientos tácticos dificilmente explicables. A más de uno y de dos le harán un Monago, con alianzas contra natura entre izquierdistas éticos e incluso estéticos y alcaldones del PP. Y las cúpulas querrán marcar distancias para que el fuego del poder local y autonómico, por poderoso que sea, termine quemando las virtudes de su marca de cara al verdadero combate, el del próximo otoño.
Pero al menos habrá más ojos, más testigos, más lupas potenciales leyendo la letra pequeña con la que se han escrito los años del desencanto en esta España cargada de indecencia.
En Castilla-La Mancha, como en toda España, tenemos que hablar. Superada la euforia del momento, habrá que tender puentes y asumir que si queremos construir una relación duradera, en beneficio de la gente, tenemos que decirnos la verdad a la cara. Tendremos que cuadrar un programa sensato y realizable, pero también romper con demasiadas inercias que no son entendibles en este momento histórico.
Inercias basadas en tacticismos de otro tiempo, como las reformas electorales tendenciosas, trabadas con segundas intenciones en función de intereses y cálculos que terminan por estallar en las manos a sus artífices, como le acaba de ocurrir a su propia autora en Castilla-La Mancha, la, en breve, ex presidenta Cospedal.
Porque, pese a la paradoja de que la ausencia de representación de Ciudadanos, facilite un gobierno de la izquierda, a todos nos tiene que doler que una formación con casi 100.000 votos se quede sin representación parlamentaria. Es una inmoralidad.
Es un insulto que no debemos consentir, y que deberá ser reparado convenientemente, aun a sabiendas de que al hacerlo, estemos perjudicando expectativas electorales que nos puedan ser más beneficiosas en el futuro.
Tendremos que mirar a los ojos de la gente, y decirles lo que se puede y no se puede hacer. Nadie puede volver a ocupar las instituciones desde obscenas promesas que se quedan en nada, como aquélla simplona campaña del «Buscas trabajo, vota PP».
Tendremos que asumir que somos distintos. Que por muy casta que se les considere a unos, éstos han estado detrás de la mayor parte de las conquistas sociales de un país que entró en la modernidad con medio siglo de retraso. Y que los otros no vienen a implantar una democracia bolivariana ni expropiar el apartamento que uno tenga en La Manga.
Habrá que transigir, que no es lo mismo que tragar. Habrá que posponer los maximalismos doctrinarios y las querencias de la vieja política. Habrá que construir puentes para salvar los barrancos de la incomprensión y la desconfianza mutua.
Tendremos que aprender a olvidar para escribir las páginas de un porvenir más humano desde gobiernos desprovistos de moqueta y altos cargos sometidos a una ética férrea, ferozmente protestante, austera y ejemplar. Sin divos que paseen la chequera de los gastos de representación por restaurantes de postín, en los que lucir por la vía cazurra y vulgar de antaño, ni fontaneros conseguidores que manejen las instituciones a su antojo.
Sí, tenemos que hablar. Por el bien de una región convertida en terreno de experimentación social de desmantelamiento de servicios públicos o involución de derechos. Por el bien de una región cuyas gentes han vivido durante demasiadas décadas con el estigma de ser tierra de paso en la que sólo se hacía parada y fonda si se iba de caza, a las playas levantinas o a montar un (ATC) almacén de residuos nucleares.
Y lo haremos sin miedo. Sin cartas marcadas ni intercambio de cromos bajo las faldas de la mesa camilla. Mirándonos a los ojos y recordándonos de dónde venimos, dónde hemos estado en estos cuatro años y por qué merece la pena construir algo grande, digno y decente entre todos.