Son las ocho y media de la tarde cuando escribo esto.
El horno ilumina la casa, olvidadas las facturas de la luz, las hidroeléctricas y los finales de mes apechugados. Porque en Navidad se enciende todo, incluso el horno, incluso las luces que algunos no tenemos en los días de diario. En el horno no hay garbanzos, no; es cordero manchego con denominación de origen.
Suena el timbre y abro, es Navidad en Albacete, no hace falta asegurarse por la mirilla.
Abro.
El espíritu de las Navidades pasadas. El espíritu de las Navidades presentes y el espíritu de las Navidades futuras.
Especifico: son aguilanderos con careta. Señores y señoras del Partido Popular, Podemos, Ciudadanos y señores del PSOE que vienen a pedirme el aguilando y, oye, no cantan mal, para ser sinceros. Tienen una voz atinada, dulce, navideña, muy al gusto de los especialistas en marketing electoral de Madrid.
Entonces comienzan a cantar a ritmo de zambomba y pandereta pero muy en serio. Yo escucho con atención porque soy de tradición cristiana, bien cristiana y soy respetuoso con las personas, no como esos extremistas que si les cantas villancicos te meten en un avión a Venezuela, Wisconsin o Atapuerca. Creo que incluso si te pillan escuchando seguidillas manchegas lo hacen, pero no lo he confirmado.
Terminan el primero de sus cánticos, respiran un poco, cambian de pie y se miran los unos a los otros antes de comenzar. Pero un instante previo a que inicien el segundo villancico les digo que yo de pasta regular tirando a clase baja, que ni la lotería ni nada parecido, trabajico digno de esos que se llaman y arreando. De tradición y creencias cristianas sí, pero sueldo tasado y contrato temporal.
Pero siguen cantando, así que hago lo único que puedo hacer, lo que he aprendido en casa de mis mayores: invito a los extraños a compartir conmigo un plato de cordero, un buen vino manchego de César Velasco en Villarrobledo, y una cerveza La Nena, de Chinchilla. Todo muy de Albacete, no os penséis que no colaboro con el comercio y la economía de mi entorno. Además, está bueno.
Entonces, y por razones obvias, se les soltó la lengua. También es cierto que se habían quedado sin repertorio. Me dijeron que el problema de los presupuestos no había sido culpa suya, que la problemática en educación no era culpa suya. «El sistema nos obliga», «Y no olvides la rigidez del partido», explica el otro aguilandero enmascarado. Con el ánimo del vino y la tripa llena siguieron diciendo que las empresas sanitarias son tan fuertes que había que ir a Madrid a operar, y «los pactos en sanidad, educación o cultura no son sencillos», explica un tercero más callado.
Encendí la televisión por si emitían algo del Tïo de la Vara, por si se daban por aludidos, pero solo ponían música popular, cocineros haciendo de estrellas de televisión y estrellas de televisión haciendo de periodistas. Así que hice lo que mi familia, que es familia cristiana y de bien, me ha enseñado: Dejarles con su diálogo, dejarles mi salón, mi comida y mi bebida y arrastrarme en silencio a mi cama de matrimonio con mi familia. Allí podríamos leer hasta dormir cuentos de Navidad, cuentos infantiles cargados de buenos, malos, brujas, caballeros andantes, ogros, tesoros y bosques encantados. Hasta dormirme.
Con suerte, al despertar, los aguilanderos no estarían allí. Salvo que me sucediera como con el dinosaurio de Augusto Monterroso y, al despertar, las viejas glorias seguían allí.