Simone Weil tenía 27 años cuando cruzó la frontera hispano-francesa por Cataluña, en el verano del 36. Como tantos otros jóvenes idealistas de su tiempo, llegó a nuestro país, sumido en la violencia abrasiva de aquel verano, cargada de esperanzas para ser testigo de lo que intuía como un momento histórico.
Muy pronto, se unió a la célebre Columna anarquista Durruti en su voluntariosa expedición de reconquista de Zaragoza. Y fue allí, dando bandazos por pueblos perdidos de Huesca, donde la pensadora francesa relata una historia de la que tenemos noticia por la carta en la que la relata al escritor católico francés Georges Bernanos.
En una de aquellas escaramuzas por poblachos polvorientos de Aragón, los anarquistas capturan a un falangista de solo 15 años. El crío, asustado y aterido de miedo, es llevado ante la presencia mesiánica del célebre Durruti. El zagal sabe lo que le espera. En esos días se fusila a los prisioneros, a los tibios, a los cómplices. En ambos bandos, a todo dios.
Sin embargo, el legendario líder decide darse a la reflexión. Pide que le entreguen al chaval, se encierra con él en el caserón que hace de mazmorra, y pasa varias horas instruyendo al muchacho en las utópicas virtudes del ideal libertario y la revolución anarquista, dándole a elegir entre enrolarse en sus filas o el paredón. Queda el crío, solo en la estancia, durante la noche. Al alba, Durruti vuelve al caserón para comprobar si su prédica revolucionaria surtió efecto. El muchacho, aferrado a su medalla de la Virgen, elige la muerte. Y el hercúleo líder, derrotada su oratoria, ordena la ejecución sin dar crédito al fracaso de su arenga.
Mucho antes de que Pablo Iglesias dijera recientemente que «el secreto de Podemos es que es sexy» -es decir, la irracionalidad pasional del individuo que se ve atraído por un movimiento- el episodio que Simone Weil narró a Bernanos ayuda a entender que por mucho empeño que se ponga o por elocuente que uno sea a la hora de instruir y argumentar, ni el más brillante de los oradores puede convencer a alguien de que abandone su convicción, si esta vive enraizada en una pasión irracional, en una lealtad a prueba de toda persuasión.
Por eso, la máxima aspiración de la teatralización política en España es convencer y movilizar a los tibios, esa masa no excesivamente politizada que vive en los márgenes de las ideologías y que se enfrenta a los dilemas cotidianos, sin racionalidad política consolidada, haciendo sus elecciones en base a lealtades líquidas, sin la solidez de una militancia acrisolada, la pervivencia en la familia de una infamia cometida sobre un pariente en la Guerra o el tener vinculación pecuniaria, directa o indirecta con un partido político concreto.
Son los tibios los que alteran el equilibrio de la balanza. Una fuerza, la de los tibios, escuálida en nuestro país en comparación con la de otras democracias occidentales. Y es esa, precisamente una de las rémoras de España que hacen de la nuestra una democracia de muy baja calidad. Porque aunque los sociólogos utilicen la cuña final de los «indecisos» para corregir sus abultados errores en la estimación de voto y las encuestas, la realidad de nuestro país es que sólo la desmovilización del adversario, es decir, la abstención, provoca una mayoría holgada de uno de los brazos de la balanza.
De ahí que el gran objetivo de los estrategas de la derecha haya sido, históricamente, desmovilizar al votante de izquierda, dando por descontado que éste no va a cambiar el sentido de su voto ni aunque los mismísimos Demóstenes y Cicerón, con su divina oratoria, les convencieran de las grandezas de tal opción.
Es la excesiva politización maniquea la que alimenta la pobreza intelectual de nuestro sistema, basado en lealtades irracionales que nos marcan desde la cuna. Y esa pasión negación-afirmación, nos acompaña en todas nuestras decisiones a lo largo de nuestra vida. Somos de izquierdas o de derechas, del Madrid o del Barelona, de ciudad o de campo, creyentes devotos o anticlericales. Sin término medio, pese a la persistencia de los románticos del Atleti, que encarnan una virtud ascética que tampoco es pura por el venazo antimadridista que les corroe.
Hoy se impone una nueva retórica basada en la identificación de fuerzas políticas viejas frente a lo nuevo. Cuanto más se aliente esa disyuntiva bipolar, más opciones hay de capitalizar el voto de los pasionales y de pescar en el limitado banco de los tibios. Es ahora paradójicamente, cuando parece haber más opciones políticas en nuestro país, cuando más limitada parece la libertad de elección.
Ahora que todo parece perdido y España se ve abocada a una segunda vuelta que desatasque el panorama y ponga fin a esta legislatura efímera y grotesca, conviene pedirle a la clase política que nos ahorre el trago de un prolongado momento Durruti. Quien más quien menos, mejor dicho, casi todos, tienen decidido el voto. Lo que se diga en campaña será pues, tan redundante como lo ya dicho en estos meses de estridencias inanes, gestos, pactos contra natura, maniobras en la trastienda de los partidos y escenificación empalagosa.
El episodio que narra Simone Weil ilustra la impotencia de Durruti, del hombre icónico y absoluto, del revolucionario mesiánico, contra la irracionalidad de un crío de 15 años que acaricia la imagen de la Virgen en sus manos. Cuántos otros, en los campos de Castilla, o en Andalucía o Galicia, no morirían a esa misma hora con un «¡Viva la República!» en sus labios en el momento de encajar las balas.
En España nunca anduvimos faltos de pasión, virtud en cuyo nombre, no obstante, derramamos tanta sangre inútilmente en nuestra historia. Qué gran pueblo seríamos si hubiéramos aderezado tanta testosterona con una pizca de racionalidad. Probablemente tendríamos menos paro y menos corrupción. Aunque seguramente, nuestras fiestas serían más aburridas.