Pedro, amigo, no sé si has visto una película de los 90 llamada El Cuervo.
Hay una escena, al principio, en la que el villano le confiesa a uno de los personajes que la infancia termina cuando sabemos que somos mortales -mientras le da la vuelta a una de esas bolas de cristal con una escena navideña en el interior, de las que hay que agitar para provocar el efecto de la nieve cayendo dentro de la esfera-.
La película no es gran cosa, no nos engañemos. Su fama viene de la truculenta historia de la muerte durante el rodaje de su protagonista, Brandon Lee, el hijo de Bruce Lee. Pero, de un modo irracional, ese diálogo tétrico, siniestro, tan gótico como el propio largometraje, me hizo reflexionar sobre la pérdida de la inocencia. En este caso, de la inocencia política.
En política resulta difícil ser original. Ya en los tiempos de Cicerón, hace dos mil y pico años, se llevaba lo de los libelos por encargo que hacían, de supuestas revelaciones de gargantas profundas, noticias que servían como detonante, como un casus belli que justificase la intervención de una alta autoridad como salvador de la República.
Espero que no te molesten estas palabras, amigo. A fin de cuentas, los dos entramos en este mundo de la mano, literalmente, allá por el año 1999. Tú, como concejal de Villarrobledo, a quien el tristemente desparecido Francisco Segovia se llevó a la Diputación y yo, como joven promesa del socialismo surgida del sitio más improbable, La Roda. Los dos juntos, en «la Dipu», de la que tú ibas a ser presidente a la vuelta de un par de años. Guardo, en consecuencia, un recuerdo sentimental hacía tu persona, más allá de los avatares de la vida política, que se encarga de trazar líneas, frentes y trincheras en los que el azar o la suerte nos sitúa de un lado u otro de la raya.
El caso es que -y permíteme el atrevimiento de opinar desde la distancia- viendo tus declaraciones sobre el «abandono» del solar albaceteño del compañero Manuel González Ramos, que prefiere la farándula madrileña al tajo provincial, tan sufrido y poco agradecido, me ha acordado de la inocencia -política- perdida.
De cómo, emulando a cualquier tribuno de la plebe de aquel Senado romano pre-imperial, se filtra la nota, se entrecomilla el malestar de la tropa «sanchista» -sin citar nombres ni cargos- y se fabrica un estado de ánimo, que provoca la entrada en acción del general al cargo de las legiones, que lucha en tierra lejana y que encuentra tiempo entre batalla y batalla para clamar a los dioses por la salvación de la República, gritando a los cuatro vientos aquello de «no pienso quedarme de brazos cruzados viendo cómo Roma -el PSOE de Albacete- se desmorona».
De más está recordar que la noticia del medio nacional digital que se presta a la operación, se hace coincidir en el tiempo con las declaraciones que realizas, amigo Pedro, en lo que presumo que era un acto institucional por razón del cargo, a la vista del rótulo del atril: «Gobierno de Castilla-La Mancha».
Casi puedo intuir el balanceo de la cuna en las manos curtidas de tantos artificieros de antaño, de tantos supervivientes de mil batallas a los que ahora, a las puertas de un plácido retiro, les viene a ver la Parca con guadaña y hambre atrasada.
Intervienen secundarios de lujo, al tiempo, también damnificados en su apuesta fallida de las primarias de mayo, para elevar la cacofonía de las palabras y crear un clamor artificial, aparentemente espontáneo, que estimule a las masas y movilice como antaño, desde la consigna a la mesa camilla.
No me guardes rencor, amigo Pedro, si le desvelo al gran público los trucos de lo que Houdini llamaba «El prestigio» en la magia del ilusionista. No lo hago por fastidiar el truco. Ni por reventarte la estrategia. Es, más bien, el hartazgo de quien ha visto tantas veces el mismo guión que sabe anticipar el final de la trama. Y eso, en sí, es parte del mal al que se enfrenta un partido que lleva tantos años tirando del mismo recetario, del mismo manual de los conspiradores, que se ha olvidado de lo verdaderamente importante.
De lo que piensa la calle.
Somos como los soldados de la 101 Aerotransportada buscando a Ryan en Normandía entre las chapas de identificación de sus colegas muertos. Jugando al póker con éstas, leyendo el nombre de nuestros compañeros caídos, mientras el resto de la tropa pasa a nuestro lado, en columna de a uno, avergonzada, por nuestra falta de tacto.
La gente nos ve, Pedro. La que nos tiene que votar en dos años. Y no creo que les guste que desde un edificio oficial, que pagan todos los ciudadanos -los que nos votan y los que no lo hacen- un cargo público al que también pagan todos los ciudadanos, dedique su intervención a las cuitas y miserias de partido. Y más. en los términos apocalípticos en los que lo haces, apelando a no quedarse de brazos cruzados, a un ejército que tiene que despertar para salvar Atenas, como los Soldados de Salamina que nos retrató Javier Cercas.
No sé si alguien habrá caído en el pésimo gusto de hacer esas declaraciones cuando el tiro de cámara recoge un atril con el rótulo «Gobierno de Castilla-La Mancha», bien visible. Puede que funcionara en el pasado, para dotar de empaque y otorgar galones. Incluso, para transmitir el mensaje del hilo directo con supremas instancias regionales. Como sé que es intencionado, te diré que yerras. O tú o los que te aconsejaron. Y que, en esencia, es totalmente contraproducente en estos tiempos.
Estás en tu derecho de invocar los arcanos del ‘albaceteñismo herido’, frente a las deserciones de los ‘perseguidores de moqueta madrileña’. En lo que a mí respecta, la decisión del actual secretario general de no concurrir a la reelección es la lógica de alguien que puede aportar mucho desde otros horizontes a una tierra que necesita menos arrieros y mayorales, y más ingenieros que sepan ayudarla, aún desde la distancia.
En lo de las falsas disyuntivas y los méritos del monje-soldado que sacrifica el Senado por el terruño, solo te diré, amigo Pedro, que el primer mandamiento del libro de Prodigios de Houdini aplicado a la política indica, en su primer párrafo, que no es aconsejable que uno se ponga a sí mismo como ejemplo de virtud. Han de ser los demás, ese coro invisible de unanimidades ocultas, los que hagan ese trabajo por uno. El hecho de que, en próximos días, asistamos a la puesta en marcha de este proceso, especificado en el segundo párrafo, no va a condonar el pecado original.
El de la vanidosa autoproclamación que va a restar todo valor a los elogios venideros.
Acuérdate, Pedro, que al líder lo elige su tiempo. Que los liderazgos forzados de antaño ya no serán lo que un día fueron. Que el poder se ha vuelto líquido, como La Modernidad de Baumann. Y se derrama, en mitad de las estancias, cuando se abusa de los manuales de nuestros antepasados sobre los que pende una enmienda de totalidad que no hemos sabido leer a tiempo.
Nosotros que somos ya veteranos de mil batallas, tú aún en primera línea y yo como un exiliado de mí mismo, deberíamos saberlo mejor que nadie.
Por eso, porque perdimos la inocencia hace tanto y porque abusamos del recetario de la fontanería fina desde los tiempos de Cicerón, aprendimos a ver como los marines de Kubrik en el Vietnam de La Chaqueta Metálica: con la mirada de los mil metros y la certeza de que todo está ya inventado en política.
Incluso las apelaciones a generales con agallas para que no se queden de brazos cruzados viendo cómo Roma se quema.
Sin acritud, amigo.