«¿Es la Diputación una agencia de colocación?»
Este es el titular que emplean mis colegas de la redacción de ‘Albacete Cuenta’ para hacerse eco de las presuntas irregularidades que denuncian diversos sindicatos en los procesos selectivos de personal para acceder a la plantilla de la misma.
A mí la pregunta, queridos compañeros, me recuerda al título de la novela que inspiró Blade Runner -¿sueñan los androides con ovejas eléctricas?– o, en otro registro a disquisiciones más mundanas y -más manchegas- del tipo ¿sí o qué? o ¿aún no te has caído del guindo?
Y es que lo del enchufismo en las diputaciones, lejos de ser una leyenda urbana, es parte del tupido ramaje que nos impide ver el bosque. Es como un gigantesco señuelo para que debatamos sobre lo accesorio -procesos selectivos, planes provinciales, discriminación entre pueblos de uno u otro signo, número de liberados y asesores, etc.- mientras olvidamos lo esencial.
Y lo esencial no tiene que ver con ovejas eléctricas ni con diputados provinciales que quieren colocar a cuántos más mejor de su pueblo y comarca, para convertirse en un santón rural del tipo Baltar «el cacique bueno», sino con una pregunta mucho más concreta, ¿para qué sirven las diputaciones?
Hace mucho tiempo que me embarqué en un lamento en voz alta de lo que entiendo como un sinsentido político-administrativo, un paradigma del drama de un país que es incapaz de implementar reformas estructurales para atacar inercias regresivas donde sí son precisas, en instituciones prescindibles, y por contra carga sobre los lomos más humildes el recorte del gasto público.
Historia de las diputaciones provinciales: modelo francés, alemán o, ¿híbrido diabólico?
En España copiamos el modelo de las diputaciones hace más de siglo y medio, en plena efervescencia del pensamiento liberal modernizador, que nos hacía mirar con admiración a los vecinos franceses en busca de la poción mágica contra el atraso y la desidia de años de absolutismo monárquico. Al igual que sucedió con otra medida cargada de buenas intenciones -la desamortización de los bienes de la Iglesia- el poder establecido, en un ejercicio de gatopardismo lampedusiano se adaptó al nuevo escenario para que, bajo el epítome de que todo estaba cambiando, todo siguiera más o menos igual.
Lo que mejor se nos dio en aquél impulso «modernizador» francés en lo referente a las diputaciones -que venían a ser lo mismo que los «departamentos» franceses- fue lo de convertir a las capitales de la nueva criatura en ciudades revestidas de un tronío artificial, mediante la construcción de suntuosos palacios provinciales construidos casi en serie, calcados unos a otros. Y así fue como nos tomamos, literalmente al pie de la letra, lo de construir una nueva «arquitectura institucional para el país» que diría Javier de Burgos.
En coherencia con aquél pensamiento decimonónico tan funestamente español, según el cual primero se construía y luego ya se vería de que contenido se dotaba a lo construido, levantamos 50 flamantes palacios provinciales para las nuevas divisiones administrativas que, según el modelo centralizador francés, debían llevar la presencia física del estado, de su capital, siempre más receptiva a nuevas ideas y planteamientos, a la lejana España interior, tan necesitada de ellos, porque seguían siendo coto de fuerzas vivas civiles y religiosa que frenaban cualquier impulso modernizador.
Así, igual que Madrid, con su Gran Vía, tenía que parecerse al París de los grandes bulevares, las diputaciones tenían que ser los departamentos franceses de una periferia lyonesa, marsellesa o girondina.
El problema surge cuando, siglo y medio después, los españoles decidimos dotarnos de una estructura de gobierno descentralizada y autonómica, antítesis del modelo racionalista centralizador francés que había justificado el modelo departamental (provincial) español.
En medio del alumbramiento de una nueva realidad político-administrativa más racional, de inspiración esta vez alemana -las comunidades autónomas-, y perfecta para el encaje en la estructura regional europea, el constituyente decide mantener las desvencijadas diputaciones provinciales, haciendo convivir dos modelos burocráticamente antagónicos -el francés y el alemán- para crear un híbrido diabólico y altamente ineficiente.
El por qué de esta decisión no se encuentra en cálculos racionales, de eficiencia económica o capacidad de gestión, ni es medible en términos objetivos. Si repasamos lo que dice al respecto el Artículo 142 de la Constitución, se dará cuenta de que el constituyente emprende una huída hacia adelante, diciendo que las competencias de las diputaciones se determinarán más adelante por el legislador.
«Hoy no. Mañana», que diría el genial José Mota.
Como ese detalle competencial nunca se tuvo claro, las diputaciones siguieron haciendo cosas tan variopintas como: gestionar escuelas taurinas, escuelas de vela en pantanos, editando periódicos, levantando aeropuertos, abriendo oficinas de promoción turística en el extranjero, luciendo caspa anualmente en FITUR, o construyendo instalaciones culturales innecesarias en las capitales de la provincia -Teatro de la Paz de Albacete-.
Para entender semejante dislate administrativo, hay que analizar las grandes cifras. Las diputaciones de régimen común, excluidas las forales vascas, cuestan 7.000 millones de euros al año; el equivalente a cuatro meses de prestaciones por desempleo o todo lo que gastamos en educación pública en casi tres meses. Para gobernarlas, se requiere a más de 1.000 diputados provinciales en todo el territorio. Un número disparatadamente elevado teniendo en cuenta el volumen de recursos que gestionan. Recursos que, en un 90 % les son transferidos por el Estado, sin tener que enfangarse en algo tan impopular como tener que subir impuestos para financiarse. Sencillamente porque no tienen tributos propios de entidad.
Y aún así, sin tener competencias claras, ni mandatos nítidos, arrastran una deuda de más de 6.000 millones de euros.
Asi que, la próxima vez, queridos compañeros de redacción, que nos cuestionemos si las diputaciones provinciales son agencias de colocación, demos un paso más allá.
Adoptemos la pose de El Pensador de Rodin, pongamos gesto adusto, intrigante y repitamos para nuestros adentros: ¿sueñan los diputados provinciales con ovejas eléctricas? con la música de Vangelis en la ‘peli’ como hilo musical.