En el Aula de Teatro de la Universidad Popular del Ayuntamiento de Albacete se pensó el año pasado, como experimento, en tratar de recuperar el uso de la representación de Don Juan en las vísperas del día de los difuntos. Parece que esta costumbre se inició en 1860 con Don Juan Tenorio (1844) de José Zorrilla, al que no gustaba mucho ese uso, y del que se recoge que asistió excepcionalmente a una representación protagonizada por María Guerrero en 1890.
Se supone un origen grecorromano de esta tradición, que de alguna manera tuvo su continuidad en la Edad Media, en relación con cierto significado religioso y litúrgico. El año pasado se representó con algún accidente, pero con éxito, El Burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Y como corresponde a su propósito los intérpretes han sido o son alumnas y alumnos, de los cursos de teatro de la Universidad Popular, de diverso nivel, según las variadas exigencias de dificultad de los diferentes personajes.
Este año se ha elegido Don Juan (1665) de Molière. Y yo tenía cierto interés en ver cómo se enfocaba, por los excelentes directores Llanos Briongos y Ángel Monteagudo, la representación de la obra. Verán ustedes. Cuando se estrenó la obra Molière pasaba por dificultades desde el año anterior como consecuencia del estreno de Tartufo de la que la Cofradía del Santo Sacramento con el apoyo de la Reina madre consiguió rápidamente la prohibición de que se representara en público. En el Primer Placet al Rey defendiendo su delicada posición decía Molière:
“Señor, si el deber de la comedia es corregir a los hombres divirtiéndolos, he creído que en mi oficio no podía hacer nada mejor que atacar por medio del ridículo los vicios de mi siglo, y como la hipocresía es uno de los más corrientes […] he tenido la intención de hacer una comedia […] que desacreditase a los hipócritas […]”.
Y no es fácil saber si estas son unas palabras de conveniencia en una situación apurada, o si en verdad, realmente, estas consideraciones constituían la norma y el motor de su arte de actor y comediante. Pues bien, los directores de la propuesta han apostado con vehemencia y con rigor por esta segunda posibilidad.
Para ello han despojado a la representación de todas las convenciones usuales de verosimilitud excepto, irónicamente, de la artificial regla aristotélica de las tres unidades. La obra es representada en una cárcel, exclusivamente por mujeres, y además, contraviniendo la más profunda convicción de la gente del teatro, vestidas de amarillo: color maldito desde el día 17 de febrero de 1673 en el que, vestido con este color, tuvo Molière en escena un desvanecimiento que disimuló hábilmente, que, al acabar la obra y ser trasladado a su casa, derivó en un agravamiento de su estado que en pocas horas le produjo la muerte. ¡Hace falta tener valor!
¿Y cómo transcurre la obra? De maravilla. Hay actrices ya con un determinado nivel de formación que defienden los papeles más exigentes con una coherencia y con una eficacia más que notables, así por orden de aparición, Carmen Escudero, Natalia Borrajeros y Toñi Joaquín. Y luego con una entereza admirable las actrices, algunas estrictamente debutantes, que defienden con dignidad, y en alguna ocasión con una gracia irresistible, los personajes secundarios: Marga López Vargas, Raquel López, Reyes Torres, Marisa Moreno, Cande Motas, Virginia Botello, Trinidad Alicia García Valero, Herminia Fernández Ruescas, Ino Nieto, Teresa Álvarez y Amparo Puerto. Que además, en la medida cada una de sus posibilidades y su disponibilidad han contribuido conjuntamente a la realización de los múltiples elementos que conforman el escenario: los decorados, el vestuario, el atrezo, la iluminación, etc. Ha debido ser para ellas un esfuerzo cautivador, apasionado, y, por los resultados que se muestran en la escena, sobre todo, venturoso. Me gustaría preguntárselo aunque ya conozcamos la respuesta.
¿Y el objeto, la obra, el contenido teatral? Sorprendente. Estamos como en un juego y de repente el espectador se queda de hielo. Acto Quinto Escena Segunda, dice Don Juan:
“[…] La hipocresía es una moda. Y un vicio que está de moda viene a ser como una virtud. El mejor papel que se puede desempeñar es el de hombre de bien. Y profesar la hipocresía ofrece ventajas admirables. Es un arte cuya impostura se respeta siempre. Y, aunque se descubra, nadie se atreve a criticarla. […]”
O en la Primera Escena después de una loa actualísima al uso del tabaco:
GUZMÁN: ¿Podría cometer una acción tan cobarde un hombre de su noble condición?
ESGANAREL. ¡Su condición! ¡Razón de peso para impedirle hacer lo que se le antoje!
O la propuesta utópica en la Escena VI del Cuarto Acto:
DOÑA ELVIRA. El cielo ha desterrado de mi alma aquel fuego indigno que me abrasaba […], aquellos impulsos tumultuosos […], aquellos vergonzosos arrebatos [], y solo ha dejado un afecto y un amor desprendido de todo […]
Hay que atender al escenario. Pero también al patio de butacas. Los anteriores son ejemplos de lo que produce silencio en la sala. Pero, ¿qué produce risas? Yo tengo mis conjeturas provisionales que no les voy a desvelar para no condicionarles. Sólo les voy a recoger una pequeña muestra de aquellos momentos que en el estreno la produjeron:
Acto Primera, Escena Primera:
ESGANAREL. Por mucho que diga Aristóteles, no hay cosa como el tabaco. Es la pasión de la gente principal, y no merece vivir quien vive sin él. No solo alegra y purga el cerebro, sino que instruye el alma en la virtud y […]
Acto Segundo, Escena Primera:
CARLOTA. ¿Pues no te quiero yo como Dios manda?
PIERROT. No, que eso se nota en las mil carantoñas que se le hacen a quien se quiere. Ahí tienes a la Tomasa; mira si no anda embobada con su Robain, […] El otro día, estando el sentado en un banquillo, se lo quitó de debajo, con lo que fue a dar cuan largo era en el suelo. ¡Así se ve cuando se quiere la gente!
O el final de la desternillante deducción de Esganarel en la Escena Segunda del Acto Quinto que nos puede recordar a argumentaciones académicas o de carácter gubernamental:
[…] el cielo está sobre la tierra; la tierra no es el mar; el mar está sujeto a las tormentas; las tormentas hostigan a las naves; las naves necesitan pilotos; el buen piloto prudencia tiene; la prudencia no es virtud de gente moza; la mocedad debe obediencia a la vejez; la vejez es amante de la riqueza; la riqueza hace al rico; el rico no es pobre; el pobre padece necesidad; la necesidad no conoce ley; quien no conoce ley vive como un bruto: de donde se desprende que habéis de condenaros con todos los diablos.
A lo que con gusto podríamos añadir nosotros: ¿y la europea?
Pero luego hay en la representación que se comenta la sugerencia sutil de otros aspectos que pueden ser objeto de algún tipo de consideración más delicada: ¿y si la falta de libertad real no nos impidiera dejar de considerar el orden social como una cárcel al aire libre?; ¿y si el carácter no profesional de la propuesta, con su ingenuidad y su frescura, fuera una delicada insistencia en entender el arte como “una Ítaca de verde eternidad, no de prodigios”? ( J. L. Borges, Arte poética, 1960); ¿y si se tratara de “llenar de vida viva las determinaciones meramente formales de la libertad”? (Georg Lukács, Historia y conciencia de clase II (1923), Orbis, Barcelona, 1985, pág. 69). ¡Ojo!, que al teatro, aunque sea el no profesional, no se le puede tomar en vano. Quedan ustedes avisados.