54º día de confinamiento

Observar desde el balconcillo

Miguel Ventayol

Cuando uno no tiene mucho que hacer analiza lo que hacen los demás.

Si el día es soleado y caluroso, abre las ventanas de par en par aun a riesgo de que se cuelen las moscas urbanitas. Pero este señor no teme a las moscas, teme salir a la calle; antes no, ahora sí, desde hace unas cuantas semanas, ya ni recuerda cuántas. Al principio no temía, luego el teléfono sonó varias veces de esa manera trágica y dolorosa en que lo hace cuando quiere.

No sale al balcón, no le parece propio de su edad, considera que, si no lo ha hecho nunca antes, ni siquiera cuando su mujer vivía, por qué hacerlo ahora. Pero asomarse, se asoma: la calle, las personas, los automóviles, son su manera de contemplar y entender que la vida sigue, como la suya propia. Cada uno a su ritmo.

Ha visto tantas y tan variadas situaciones por su balconcillo que podría escribir muchas anécdotas en eso que los jóvenes llaman redes sociales y que parece ser lo único que importa en la vida. “¡Hay personas que están viviendo la cuarentena sin Internet!”, se sorprende una persona en la ‘tele’ a mediodía. “Claro, y no me he muerto aún, ni pienso, ¡qué coño!”. No quiere ser malhumorado, pero la experiencia le dice que hay más personas aparte de él mismo en el mundo. Muchas, como todas esas que pasan a diario por debajo de casa, muchas.

Como ese hombre que camina con mascarilla, guantes del supermercado y una bolsa de la compra bajo el brazo, la misma bolsa de la compra desde el primer día de encierro obligatorio. Pasea con determinación, con seguridad pero, cuando cree que nadie lo ve, se agacha y recoge una colilla del suelo. Si es afortunado, incluso puede recoger ocho o diez, de esas que algunos conductores tiran al lado de la acera común cuando limpian sus propios ceniceros particulares. Es afortunado porque ha encontrado muchas colillas. Se agacha, hace como si se atara el cordón del zapato y sigue su camino. “Poco le preocupa el coronavirus a este. Aunque quién soy yo para… Bastante tiene”. Entonces piensa cuando él dejó de fumar. No lo notó en absoluto, su salud sigue siendo de hierro, pero su mujer le daba más besos, claro. Y, sobre todo, sus nietas, Luz y Solete, “abuelo, nos llamamos ‘Mari Luz’ y’ Soledad’”, suelen decirle al teléfono. Las echa tanto de menos que se le hace insoportable el día a día. A algunos de sus vecinos sí han venido a visitarlos, a él le da igual, o quizás no, no lo sabe bien; tampoco sabe calcular qué se puede o qué no se puede hacer con exactitud científica. Ya ha dejado de contar los días, no quiere juzgar los actos de los demás, eso le enfadaría mucho. El teléfono ha sonado suficientes veces de manera dramática y dolorosa como para juzgar o enfadarse.

Se asoma al balconcillo, lo justo para que nadie lo aprecie. Está deseando que llegue el día para que su hija venga, hasta el torpe de su yerno; pero que vengan su hija y sus dos nietas. Quizás dar un paseo con ellas, aunque no pueda ir a los columpios. También irá a decirle a su mujer esta situación tan extraña que ha vivido; de paso, saludar a unos cuantos amigos que se marcharon.

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