Hay un libro de Max Horkheimer de los años treinta, Teoría tradicional teoría crítica, que en la pág. 107 dice “que el pensamiento de la injusticia tachó siempre a la lengua como servidora de la ventaja”.
A raíz de la reciente lectura del libro de Josefina Carabias: Azaña. Los que le llamábamos don Manuel, nos dimos cuenta de que nos resultaba familiar el tono periodístico de los artículos de opinión de hoy. Es como si tuvieran una misma forma de enfocar las actualidades políticas. Y no nos referimos al enfoque de aspectos privados de los personajes, sino a ese aire de familia que también hoy se percibe en el Periodismo, en la agenda mediática. Para lo que planteamos: ¿es una coincidencia?, ¿es una similitud de enfoque que corresponde a dos tiempos diferentes que tendrían en común una acusada polarización política?, o, ¿es un esquema de mirada que se pretende general y exclusivo y que se descubre y manifiesta en el prólogo de Elvira Lindo cuando asegura que, “antes de que la vanidad nos ciegue consideremos que Josefina ya lo hizo antes”?
En el libro se toman como referentes Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, etc., y los escritores y políticos de la generación del propio Azaña. Pero, no encontramos ninguna referencia a los escritores de la Generación del 27 que son, como García Lorca, más o menos de su edad.
¿Cuál podría decirse que es la forma de interesarse y de comentar la política de Josefina Carabias y de muchos articulistas hoy? No podría decirse que su interés es demasiado restringido, pero sí que tal vez esté demasiado centrado en las intenciones, los deseos y en la gestualidad de determinados actores. Por ejemplo, una categoría muy relevante es ser o no ser “azañistas”, y cosas parecidas. Es como si admitiera una nómina o catálogo de personas relevantes y lo importante fueran las composiciones de lugar, los acuerdos y las intenciones de esas personas. Es un aspecto que también se aprecia en los comentarios de Chaves Nogales.
Así, las iniciativas, no ya de la CNT y el anarquismo, sino las preocupaciones de Indalencio Prieto o Francisco Largo Caballero, por el conjunto de la población en situación de debilidad es como si en ningún caso fuera pertinente en algún momento. Como si no correspondiera a urgencias vitales, sino a preferencias personales de alguien, no del todo justificadas por sus promotores.
Y así la política sería un mundo separado de la verdad, que sí, que luego, arregla problemas de la gente, pero sin que ese fuera el objetivo primero, urgente y primordial. Es, más bien, como una actividad de coherencia ideológica, no de supervivencia vital para la mayoría. Es decir, que parece y es una actividad elitista en algún sentido.
Por ejemplo, las misiones pedagógicas, la actividad de La Barraca y otras iniciativas de ese tipo no tienen ningún comentario que recordemos en Carabias, como actividad política. Como tampoco los movimientos vecinales o sociales en las crónicas de muchos periodistas de renombre y, muchos menos, en los temas que tratan los tertulianos en televisión.
Lo que planteamos aquí es si ese tipo de enfoques contienen un cierto sesgo elitista; si son del todo apropiados; y qué se puede esperar de ellos en orden a dinamizar lo social y a salir de las parálisis y del enquistamiento que producen las situaciones de polarización en las que los privilegiados tienen su mejor hábitat de continuidad.
Tal vez, otras formas de mirada son posibles: los artificios deben intentar curar de lo forzado. Al menos, prevenirnos de lo siempre igual, de lo que se nos impone. «Artificios» artísticos como la escritura, el periodismo, la música o las artes plásticas; pero también deben operar los dispositivos políticos en el sentido que son utilizados en el libro de La potencia feminista (de Verónica Gago): la colaboración, las asociaciones, los grupos de ayuda, las asociaciones barriales o la organización de la huelga feminista. Acaso, lo que se nos impone, ¿no tiene sesgo elitista?