«Antes de mí, ninguna cosa fue creada
solo las eternas, y yo eternamente duro:
Vosotros que entráis,
¡Abandonad toda esperanza!»
Dante describe con estas palabras la inscripción cincelada en el dintel de la puerta de entrada al infierno en su viaje iniciático de La Divina Comedia. El mismo Dante que ilustra con su efigie las monedas de dos euros. Una divisa, el euro, convertida en yugo y penitencia para todos aquéllos que osan contradecir la doctrinaria senda austericida de la Alemania que condena a los griegos al infierno de la deuda perpetua.
Ellos ahora –y nosotros más pronto que tarde–, abandonan toda esperanza con el durísimo acuerdo alcanzado este lunes.
Hubo un tiempo en que Europa era la solución, cuando España -sustitúyase la mención a España por la de cualquier otro país del sur pobre, arcaico, atrasado y autoritario– era el problema. Era allí, al otro lado de los Pirineos, donde anidaba la virtud, en un continente que había abrazado la tolerancia y la democracia, el capitalismo de rostro humano del estado del bienestar y la superación de las inquinas de dos Guerras Mundiales a base de integración y diálogo institucional para construir un objeto político no identificado, así lo definió Jacques Delors, llamado: «Comunidad Europea».
A orillas del Mediterráneo, en las frágiles democracias como la italiana o en las férreas dictaduras como la española, la griega o la portuguesa, las cabezas mejor amuebladas soñaban con el día de la integración en un club en el que el llamado «acervo democrático» y el respeto a los derechos humanos eran condición sine qua non para acceder.
Varias generaciones de españoles aporrearon la puerta de Bruselas con insistencia. Unos sabiéndolas cerradas, mientras Franco y su armatoste siguiera con vida; y otros con el empeño de quienes sabían que la negativa francesa de entrada, amenazada en su sector agrícola, obligaba a interminables negociaciones sobre cuotas de producción y dolorosas reconversiones industriales para formar parte del Mercado Único.
Para el común de los españoles, Europa era como una gigantesca vaca de generosas ubres de la que manaba leche en forma de subvenciones a mansalva para carreteras, centros culturales, alcantarillado y saneamiento en pueblos que jamás se plantearon tales lujos al alcance de una generación. La vaca en cuestión, los fondos estructurales y de cohesión, tenía mucho de transferencia de renta de las economías avanzadas del Norte hacia las del Sur. Tanto que hoy, con independencia de nuestra inquina justificada contra alemanes y tecnófobos austericidas, deberíamos recordar cuánto bien hizo aquéllo en nuestra economía.
Ahora, cuanto el viento abrasador del desierto económico ha convertido en baldíos todos los terrenos que se regaron con la abundancia de los 80, los 90 y los primeros dosmiles, nos cuesta recordar aquellos días de confiado devoción en el proyecto europeo. Pero a fe que existieron, y armaron de europeísmo a familias de la España interior, las que incluso mandaban a sus hijos a formarse a esa misma Europa cada vez más cercana, Erasmus de por medio, antaño destino sólo reservado para las élites de la élite y sus vástagos de apellidos compuestos.
Por todo ello, duele más ver cómo ese objeto político no identificado llamado Unión Europea ha crecido hasta convertirse en un monstruo frankenstiniano, en un gigantón articulado de pasos torpes que reniega de las lecciones de la Historia que asistieron a su nacimiento y se revuelve contra sus hijos más débiles para pisotear y humillar voluntades nacionales como la del orgulloso pueblo griego.
A fe que no soy un entusiasta de Tsipras y su gobierno. Vi desde el principio muchos agujeros negros en el mismo, como el pacto con una derecha nacionalista cerril, la convocatoria de un referéndum maniqueo o la cerrazón en su negativa a recortar gastos en defensa, un lujo suntuario en un país en el que unos y otros dejaron cuentas falseadas, estructuras podridas y oligopolios de capitalismo de amiguetes.
Pero cuesta entender que la resolución final a esta crisis se asiente sobre la necesidad de imponer más humillaciones a un pueblo entero, guste más o menos su gobierno, lo que vote o lo que deje de votar. La penosa actitud del Gobierno español en este asunto, del que ciertamente nadie esperaba nada, contribuye a reforzar la idea de que el gran capo de la Unión, Angela Merkel, ha construido un dique de contención contra las tentaciones populistas en otros estados de la zona euro, aquellos que sí son pieza mayor por volumen de sus economías y debilidad de sus cuentas.
Como España.
Lo que Alemania quería desde un principio era trasladar un mensaje a otras latitudes. Un mensaje político, que va más allá de las condiciones requeridas para formar parte de las fuentes de liquidez del Banco Central Europeo o de las necesarias reformas estructurales para crear las condiciones que refuercen un crecimiento equilibrado en un país cargado con una deuda impagable.
Un mensaje que se sintetiza en la advertencia a los electorados inquietos para que se abstengan de votar opciones no domesticadas. Porque no hay esperanza posible aunque así se haga. ¿Capisce, Podemos?
Lo que se ha impuesto a Grecia son las condiciones de una rendición incondicional. De un Versalles como el que levantó el odio alemán del periodo de Entreguerras y llenó las huestes de los camisas pardas de Hitler. Han convertido a Grecia en un rehén de la zona euro, en un sujeto inane en un campo de trabajos forzados, que arrastra un capitoste que le identifica como un indeseable y un paria social.
Los griegos, que orgullosamente se han ido alzando contra la dictadura de los miopes tecnócratas que sacralizan balances y tablas de Excel, enfilan ahora con la mirada perdida su reingreso en la paz del euro, a cambio de no tener corralito. Una cárcel a cuya entrada bien podría escribirse aquéllo de «abandonad toda esperanza»…
Cuesta entender que sean precisamente los alemanes –y generalizo conscientemente en ellos más que en su líder–, los que empujen hacia el precipicio a la Unión Europea o lo que queda de ella. Un sujeto político que fue concebido como un mecanismo superador de los egoísmos nacionales y que podría haber ejercido una salvífica influencia a la hora de embridar el caballo salvaje de la globalización por la senda de la decencia y el raciocinio.
Europa se muere en manos de contables miopes, lastrados por el cortoplacismo de gobernantes presos de arquetipos y estereotipos, deudores de electorados avejentados en la paz de una jubilación gozosa en las playas de esos mismos países del Sur a los que condenan a no levantar cabeza durante generaciones cargadas por el peso de una deuda ominosa que no podrán pagar nunca.