Sería durante el verano de 2007.
Por aquel entonces, junto a las competencias propias de la Dirección General de Administración Local (relaciones con entidades locales de la región, planes de inversión y regulación normativa) a aquel departamento del Gobierno regional también le caía una competencia menos amable y lucida, pero que resultaba un campo de minas: juegos y espectáculos públicos en la inabarcable Castilla-La Mancha.
Afinando más todavía, dicha competencia se materializaba, básicamente, en la regulación y autorización de la celebración de espectáculos taurinos de carácter popular.
Aquel departamento existía para el quebranto de mi cabeza. Nada bueno salía de él, exceptuando a mi amigo Antonio Pazos, jefe de servicio del mismo, jurista cabal de verbo pausado que alimentaba de sentido común y cautela. Entre nuestras funciones, la autorización de la celebración de festejos taurinos populares por la región. Desde las vaquillas hasta los encierros, en sus diferentes modalidades de maromas, suelta en campo abierto, trazado urbano y demás.
Con el tiempo, a uno le van quedando los recuerdos más surrealistas y, si se quiere, amables de aquella etapa.
Como la costumbre de aquel alcalde, que presupuestaba con diligencia cada año la cantidad a pagar en concepto de multa, que indefectiblemente sería impuesta por la Guardia Civil por exceder el tiempo de duración del encierro.
O aquel surrealista atestado de la Guardia Civil por la celebración de una suelta no autorizada en una plaza de un importante pueblo de Guadalajara -cuyo alcalde había «cedido» inicialmente tal espacio para la celebración de una despedida de soltero-.
O la celebración de «vaquillas infantiles» en un importante municipio, una contradictio in terminis, por cuanto la regulación autonómica limitaba tales festejos a los mayores de edad. En este último caso, aún recuerdo el siguiente diálogo de besugos con el concejal denunciado por una asociación antitaurina:
– Hay que negarlo todo. No era una suelta de vaquillas para menores. Simplemente, se colaron menores en el festejo.
Un servidor, a la escucha al otro lado de la mesa, consultaba al tiempo la propaganda institucional del acto, «organizado por el Excelentísimo Ayuntamiento de…», y repartida generosamente por toda la localidad, prueba irrefutable de la infracción consciente, y no meramente sobrevenida como pretendía el concejal, de la normativa autonómica. Recuerdo levantar la vista y encontrarme su mirada segura, aleccionada por algún leguleyo de la zona, que tiempo después me recordaría a ese genial diálogo de ‘El secreto de sus ojos’, con el funcionario borrachín confesándole al personaje de Ricardo Darín aquel «yo no fui, yo no estuve, hay que negarlo todo…» con acento argentino.
En los momentos de calma, cuando los fuegos se extinguían por obra y gracia de la justicia administrativa y la pertinente multa, que despejaba el camino de sombríos procedimientos penales, me consolaba pensando que lo que hacíamos en aquel departamento era regular lo que no se podía regular. O si se quiere, regular lo que sabíamos que se iba a burlar en la práctica de una y mil formas imaginables, tantas como ingenio es capaz de reunir una cuadrilla de paisanos deseosos de que nadie les jorobe la fiesta del pueblo.
A mí no me gustan los toros. Ni el barullo primario en torno a los otros toros, esos que los puristas y entendidos de la tauromaquia consideran como un mero divertimento de masas, alejado de la lidia y sus sagrados preceptos. Un entretenimiento -según tales puristas- «low cost», para gruesos paladares, sedientos de charanga, sopor y polvisquera de una tarde de verano en el pueblo de nuestros antepasados, muerto en invierno y redivivo para la ocasión con la presencia de los hijos y nietos de los que emigraron y que vuelven para la ocasión con el jolgorio en torno al toro, novillo o vaquilla.
Pero, para bien o para mal, en una región como la nuestra, aquellos festejos taurinos populares eran casus belli entre autoridades. O si se quiere un arma cargada que alimentaba conflictos institucionales de baja intensidad, encontronazos con la Guardia Civil o con una infinidad de gremios implicados en el tinglado. Y sobre todo, para mí, un sinvivir mientras durase el verano, con la inevitable noticia de cogidas y muertes en un encierro celebrado el algún lugar remoto de Guadalajara o de la Sierra de Albacete.
Luego llegó la crisis. E inocente de mí, vi en aquella coyuntura desgraciada, la excusa perfecta para la reducción del número de eventos de tal tipo, que había ido escalando desde los 800 anuales, de 2005; hasta los casi 1.300, de 2008. Huelga decir que de tradición inveterada -excusa normativa para su celebración- había poco en la mayoría de ellos.
Se había generalizado un modus operandi para la fiesta que venía bien a todas las partes. Al sector, porque encontraba dinero fresco para un material que dificilmente tenía salida en la lidia tradicional, esta sí laminada por la crisis. Y a los ayuntamientos, porque los alcaldes llevaban rematadamente mal lidiar con la presión popular del recorte en la materia, una presión asfixiante que les quitaba el sueño. La última frontera, para muchos de ellos, no eran las deficiencias en la limpieza viaria o los retrasos en las obras del centro polivalente. Intuían, con acierto, el coste electoral de la inacción en la materia. Era la comparación hiriente y punzante con el pueblo vecino y rival, cuyos toros eran más grandes, y el encierro-suelta-lo que fuese, más largo que el nuestro.
Todo Springfield tiene su Shelbyville, y no hay mayor afrenta para un pueblo que la mofa del vecino a cuenta con el tamaño de los toros o la duración del encierro en el pueblo vecino y, por tanto, enemigo.
Ahí se jugaba buena parte de la reelección el alcalde.
Pero el número de eventos no decayó con la crisis, al menos no en demasía. La oferta se acomodó a la demanda menguante, y quien más quien menos encontró hueco para seguir con la tradición, convertida en prioridad intocable de ayuntamientos ahogados en deudas y ahogados también por la presión de aquellos vecinos eventuales, los madrileños y valencianos, que encima venían aleccionados en cuanto a derechos y peticiones por la suficiencia que da el aire capitalino cuando entra en colisión con la bucólica paz invernal de la España interior adormecida de sus padres y abuelos.
Verano de 2015. Han pasado ocho años. Leo que el número de festejos taurinos populares se dispara. Volvemos a brincar los 1.300 en Castilla-La Mancha, más de un 6% de incremento en comparación con el año anterior, solo por detrás de Valencia en el incremento, maestros aventajados por obra y gracia de un gobierno del PP que alentó y subvencionó con frugal generosidad mientras mandaba a sus críos a estudiar en barracones.
Si este es un indicador de la recuperación económica, y estos sus primeros frutos tempranos, que cada cual extraiga conclusiones.
Las mías me las guardo.
Que no me caben en un post y no tengo ganas de que me lluevan los tortazos.